Desperté de mi siesta, aunque mis ojos seguían viéndolo todo negro por culpa de la noche. Sin duda, había dormido más de la cuenta. Aún así, poco importaba: se podían llegar a ver luces dispersas en el horizonte, prueba de que nuestro viaje tocaba a su fin. Las conversaciones esperanzadas contrastaban con el silencio sepulcral que había presenciado unas horas antes, pero lo prefería de esa manera. Parecía ser que el viento había acompañado y que incluso llegaríamos antes de la cuenta. Me erguí y giré la cabeza en varias direcciones antes de encontrar a mis padres. Allí estaban, de pie a unos dos metros por delante mía, tratando de ver algo a través de la profunda oscuridad. Seguramente me habrían dejado allí durmiendo para no molestarme, y así poder buscar con la mirada el que sería nuestro nuevo país de residencia. Fui a reunirme con ellos cuando, al dar el primer paso, el barco golpeó su casco sin previo aviso, lo que hizo que mucha de la gente que estaba en aquel momento de pie cayese al agua, entre ellos mis padres y, al estar caminando en ese mismo instante, yo con ellos. En un primer momento, viéndome presa de la corriente, comencé a patalear y a mover los brazos sin control, esperando obtener algún tipo de resultado. Sí que lo hubo, pero no fue más que gastar mucha de la energía que me quedaba. Miré a mi alrededor, tratando de buscar algo que pudiese mantenerme a flote a mí y a mis padres. Logré localizar rápidamente dos tablas de madera procedentes de la barca destrozada. Una estaba muy cerca mía, a tres brazadas, pero en ella sólo podría mantenerse una persona. La otra, ya muy lejos de mí era lo bastante grande para los tres. Finalmente, decidí hacer acopio de todas las fuerzas que quedaban en mi cuerpo para intentar llegar hasta ella. Aún a día de hoy sigo sin saber cómo lo conseguí con una visibilidad casi nula, ya que era noche cerrada, pero logré alcanzar la tabla. Con dificultad, me subí a ella, y remé hasta donde estaba la gente que había caído. Los busqué por el agua una vez: no los vi. Sólo debían agarrarse a la tabla y estaríamos a salvo. Los busqué de nuevo, esta vez con más detalle: seguían sin aparecer. Tenían que estar, estaba seguro. Iba a buscarlos una tercera vez cuando de repente otro de los pasajeros hizo tambalear mi tabla: presa del pánico, comenzó a tratar de subirse conmigo, haciendo que ésta se hundiera cada vez más. Viendo mi caída inminente, un hombre que más tarde sabría que era amigo de mis padres lo apartó por la fuerza, y me empujó hacia la orilla. Nunca en mi vida volví a sentir tanta impotencia como en aquel día. No encontré a mis padres, sin embargo, en la cabeza de un niño de ocho años no cabía otra idea que pensar que seguían vivos, en algún lugar del mar.
Ni se les buscó ni se les enterró. De todas maneras era lo mejor para ellos. El hecho de cubrir con tierra una caja de madera no iba a devolvérmelos, y menos si no contenían ser alguno en su interior.
Igualmente, siempre quedaría como recurso la incertidumbre, y aunque pudiese especularse sobre ello, yo preferí pensar que seguían vivos. De esta manera, cada vez que me acercaba al mar me sentía un poco más cerca de ellos, y me tranquilizaba el saber que estaban conmigo. Se podría decir que ahora el mar era el último hilo que me unía a su recuerdo, y no pensaba soltarlo.
Los siguientes años fueron muy duros. Sin estudios, era demasiado complicado encontrar un trabajo estable, y más aún si tu color de piel contrasta con el de los nativos del país. Además, no me dejaba de atormentar la idea de que el sacrificio que hicieron tanto mis padres como el resto de mis seres queridos hubiese sido en vano. Finalmente, encontré un trabajo mediocremente pagado como marinero en un pesquero de Cádiz, pero que al estar en contacto directo con el mar no dudé en aceptar.
El resto ya es historia.