Llevábamos apenas una hora de viaje cuando el silencio se apoderó de la embarcación. Se podía intuir detrás de los semblantes serios de cada uno de los pasajeros una sensación de culpa, similar a cuando sucede una tragedia: sabes que no podrías haber hecho nada al respecto, pero te corroe por dentro la idea de que podrías haber estado en el momento oportuno para evitarla. Y allí,entre todos ellos, estaba yo sentado, que acababa de ganarme a mi mismo por tercera vez consecutiva al piedra, papel o tijeras. Fue en ese mismo instante cuando me di cuenta de lo cansado que estaba realmente. Era consciente de que debía permanecer alerta por si algo ocurría, pero la lucha entre mi cerebro y mis párpados cada vez se inclinaba más hacia uno de los bandos. Finalmente recapacité sobre la situación y deduje que era mejor idea descansar un poco ahora, para que cuando llegásemos a España estar totalmente descansado. Apoyé la cabeza con cuidado sobre el brazo de mi madre, y muy poco a poco fui cerrando los ojos hasta que el negro se impuso al azul del mar. Sólo dormiría 20 minutos. Sólo 20.