La Bestia

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No quiero ver de nuevo lo que he visto.

Para deshacer lo que se ha hecho, apaga todas las luces.

Deja a la mañana venir.

Florence + the Machine, Over the love


***

En esas tierras baldías que son tu corazón, ¿aún existe algo de bondad?

El sonido de la espada encajando sobre la nuca de un hombre retumbó, dando paso al silencio que se unía de a poco al gotear infinito de la sangre. Un charco rojo yacía alrededor de sus pies, manchando los escarpes azules de su armadura.

Avanzó lentamente, escuchando el paso metálico de su andar. El primer comandante, conocido como El Caballero de Bronce, llamaba a los hombres a buscar sobrevivientes.

Aquel pequeño pueblo donde ahora se encontraba colindaba con la ciudad de Los Leones y Los Osos. Era un punto estratégico, cercano a la capital. Fue gobernado por autonombrados Sabios que se negaban a arrodillarse ante la Reina Grace.

El joven desprendió un pedazo de tela que ondeaba sobre los restos derrumbados de la catedral de la ciudad. Observó con detenimiento el jirón blanco manchado con el polvo y humo en el aire. La imagen que representaba a aquellos Sabios se manchaba con el negro del ambiente: un Conejo, ahora oscuro como la muerte.

Limpió la punta de su espada plateada con aquel trozo de tela y lo lanzó detrás suyo. Continuó con su andar sobre los ríos de sangre que se acumulaba desde las pilas de cuerpos inertes. Mantenía la espada desenvainada, preparado para atacar si era necesario.

De pronto, en el aire se distinguió la vibración de la madera. Giró la cabeza de vuelta a la derrumbada catedral y caminó hasta ella, con paso sigiloso. Presionó con fuerza la empuñadura de la espada y entrecerró los ojos.

Una mata de cabellos blancos ondeaba bajo la torre de maderas derrumbadas. Se escabullía entre el humo, la muerte y la confusión que plagaba el lugar. Sus ojos brillaban con el fulgor único que provoca el miedo. Su mirada era plateada, y aún con el terror sobre sus ojos, estos tenían fuerza suficiente para no desviarse de los pozos oscuros que le acababan de descubrir.

El joven vestía una camisa blanca hecha jirones y un pantalón corto manchado con barro y sangre. Su piel expuesta era tan pálida como sus cabellos, incluso los vellos de sus brazos resaltaban por el brillo plateado que producían en contraste con el oscuro campo que comenzaba a formarse esa tarde. Sus mejillas, sonrojadas, estaban teñidas con tizne.

Aquel chico se levantó de su escondite, plantó con determinación sus descalzos y agrietados pies sobre la tierra roja y agachó la cabeza. Lentamente se volvió a hincar ante el caballero de la armadura azul. Cerró los ojos, mientras el aire le volaba los cabellos en la espera de lo peor.

Aoi se concentró en la delicada nuca de aquel joven. Los cabellos plateados de otros cientos de pueblerinos se habían manchado de sangre al colocar el Lobo Azul los colmillos de su espada sobre sus cuerpos. Alzó la espada y observó cómo el cuerpo de aquel joven se estremecía.

Enfundó su arma y miró que el chico de la mirada de plata alzaba la cabeza para observarle. Sus ojos brillaban, ahora con más incertidumbre que miedo.

Aoi se dio media vuelta, sin pronunciar palabra alguna ni darle una mirada más al extraño, dispuesto a marcharse del lugar. Entonces, notó cómo a la lejanía se acercaba un caballo blanco, y montado en él, un hombre de armadura negra. Sobre su cabeza no había yelmo alguno; había una corona.

Queen of Peace [the GazettE] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora