CANTO XIV

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Engaño de Zeus

Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Posidón se pone al frente de los aqueos. Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retorceder más a11á del muro y del foso del campamento aqueo.

Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al Asclepíada, pronunció estas aladas palabras:

-¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada vez mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que ocurre.

Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, había dejado a11í por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los feroces troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles corceles, o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.

Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con el bronce -el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón-, y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y además el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:

-¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y matar a los aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto a las naves.

Respondió Néstor, caballero gerenio:

-Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar to que ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo a incesante combate. No conocerías, por más que to miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con alguna traza provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que peleen los que están heridos.

Díjole el rey de hombres, Agamenón:

-¡Néstor! Puesto que ya los troyanos combaten junto a las popas de las naves y de ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para las naves y para ellos mismos; sin duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos, mas al presente da gloria a los troyanos, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, procedamos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que vengá la noche inmortal, y, si entonces los troyanos se abstienen de combatir, podremos echar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.

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