CANTO V

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Principalía de Diomedes

* Entre los primeros, los aqueos, destaca Diomedes, siendo capaz de hacer huir a los mismísimos dioses Ares y Afrodita.

Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia, para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, a hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano. Tal resplandor despedían la cabeza y los hombros del héroe, cuando Atenea lo llevó al centro de la batalla, allí donde era mayor el número de guerreros que tumultuosamente se agitaban.

Hubo en Troya un varón rico a irreprensible, sacerdote de Hefesto, llamado Dares; y de él eran hijos Fegeo a Ideo, ejercitados en toda especie de combates. Éstos iban en un mismo carro; y, separándose de los suyos, cerraron con Diomedes, que desde tierra y en pie los aguardó. Cuando se hallaron frente a frente, Fegeo tiró el primero la luenga lanza, que pasó por cima del hombro izquierdo del Tidida sin herirlo; arrojó éste la suya y no fue en vano, pues se la clavó a aquél en el pecho, entre las tetillas, y lo derribó por tierra. Ideo saltó al suelo, desamparando el magnífico carro, sin que se atreviera a defender el cadáver de su hermano -no se hubiese librado de la negra muerte-, y Hefesto lo sacó salvo, envolviéndolo en densa nube, a fin de que el anciano padre no se afligiera en demasía. El hijo del magnánimo Tideo se apoderó de los corceles y los entregó a sus compañeros para que los llevaran a las cóncavas naves. Cuando los altivos troyanos vieron que uno de los hijos de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a todos se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza, tomó por la mano al furibundo Ares y le habló diciendo:

-¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿No dejaremos que troyanos y aqueos peleen solos -sean éstos o aquéllos a quienes el padre Zeus quiera dar gloria- y nos retiraremos, para librarnos de la cólera de Zeus?

Dicho esto, sacó de la liza al furibundo Ares y lo hizo sentar en la herbosa ribera del Escamandro. Los dánaos pusieron en fuga a los troyanos, y cada uno de sus caudillos mató a un hombre. Empezó el rey de hombres, Agamenón, con derribar del carro al corpulento Odio, caudillo de los halizones; al volverse para huir, envasóle la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por el pecho. Cayó el guerrero con estrépito y sus armas resonaron.

Idomeneo quitó la vida a Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la fértil Tarne, hiriéndolo con la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro: desplomóse Festo, tinieblas horribles to envolvieron y los servidores de Idomeneo lo despojaron de la armadura.

El Atrida Menelao mató con la aguda pica a Escamandrio, hijo de Estrofio, ejercitado en la caza. A tan excelente cazador la misma Ártemis le había enseñado a tirar a cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que se complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su lanza, lo hirió con un dardo en la espalda, entre los hombros, y le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas resonaron.

Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida, que con las manos fabricaba toda clase de obras de ingenio, porque era muy caro a Palas Atenea. Éste, no conociendo los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de Alejandro, las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los troyanos y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó a aquél, lo alanceó en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte lo envolvió.

Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Anténor, a quien Teano, la divina, había criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.

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