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Gisele

Éste día comenzó como cualquier otro. Era un día de invierno muy común. Sábado, para ser exacta. Hola querido mundo, espero que no me tengas preparado un día de mierda, dije en mi mente.

Los sábados normalmente asistía a clases de piano. Llevaba un año en ese curso, y para ser sincera comenzaba a ser cansado y aburrido. Eran las nueve de la mañana, así que me levanté de mi cama, mi tibia y cómoda cama, y me entregué al frío aire de mi habitación.

Me escuecían los ojos y me costaba mantenerlos abiertos, así que me los tallé.

Escuché movimiento fuera de mi cuarto, tal vez mis padres ya se ha­bían despertado. No sabía por qué lo hacían, desde que cumplí los 17 ya podía manejar y no necesitaba que me llevaran a ningún lado, mucho menos al curso de piano. Puse los ojos en blanco y caminé hacia mi ropero. Busqué entre camisas de colores opacos y me decidí por una camisa color gris.

Me puse unos pantalones jeans negros y unas botas café claro. No me molesté en peinarme, me coloqué un gorro gris también y cogí mis partituras de piano y las metí en una bolsa de hombro.

Mientras bajaba las escaleras escuché que mi madre dijo algo pero no la entendí, estaba muy adormilada aún, así que caminé hacia el cuarto donde ella se encontraba junto con mi padre en la cama. Olía a humedad y, a algo más asqueroso... ¿suciedad? ¿Ropa sucia? Ni idea.

Hice una mueca ante el olor que me golpeaba las fosas nasales.

- ¿Ya te vas? -preguntó mi madre con los ojos cerrados por el sueño.

-Sí. -Respondí irritada. Ya debería saber que me voy.

-Bien, ¿llevas dinero?

-Sí. ¿Cómo no llevarlo? Siempre me paso por la librería.

-Bien. Cuídate.

-Sí, sí.

Bajé las escaleras y cogí las llaves de mi auto. Era un VMW, nada del año, pero me transportaba y eso es lo que importaba.

Cuando iba conduciendo hacia mi curso de piano, que estaba en el centro de la ciudad, -y yo vivía a los límites de la misma- noté que la nariz me ardía. Comencé a frotarme la nariz, pero esto sólo consiguió que me picara más y que casi atropellara a un peatón.

Después de escasos 15 minutos llegué al curso, aseguré el coche y me adentré en la casona donde recibía mis clases. Y dije casona porque en verdad lo era, llevaba aquí como 50 años o más, olía a madera vieja y tenía dos pisos. Lo que más me gustaba de esta casona eran sus paredes, que aún conservaban los tapices originales. Me gustaba pasar las manos sobre esos tapices y sentir que me transportaba 50 años atrás.

Abrí la puerta del salón -más que eso era un cuartucho-de piano. Mi maestra era una mujer de 40 años regordeta y simpática, era muy pa­ciente conmigo, cosa que no era muy común. Tenía cabello cobrizo y corto, y su cara redonda era muy carismática.

Pero la maestra no estaba.

Me quedé parada, no sé qué esperaba, así que me moví y busqué a alguien responsable para preguntar por la maestra.

Un señor de edad avanzada y cabello blanco con tonos grises asomaba la cabeza por uno de los cuartos donde se encuentra un piano.

-Disculpe -le dije, o más bien, lo grité.

El señor volvió a esconder la cabeza para después de un rato salir a cuerpo completo.

-Sí, ¿estás en el curso? -preguntó con una pequeña sonrisa.

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