Comienza el Camino.

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Se acercaba la hora de partir de nuevo hacia Desembarco del Rey. Por una parte, Rhaenys estaba deseando alejarse de aquel lugar, alejarse de la casa que había traído la desgracia a su familia o más bien de la persona que había sido la emisaria de la muerte para los Targaryen.

Suspiró. Había regresado a sus dependencias en la casa de huéspedes. Se sentó sobre la cama y dejó la mirada perdida en la piedra negruzca que creaba las paredes del lugar. Tantas cosas habían cambiado en aquellos casi veinte años... no, en más de veinte años.

Ella ya no era la princesa rebelde que luchaba por hacerse un hueco en el corazón de su cruel padre. No. Ella no era la joven que bebía los vientos por su hermano mayor, la joven que le entregó el tesoro más preciado de una mujer en una noche en medio del Refugio Estival. No era la mujer de corazón roto que se había encontrado un joven león años atrás.

No. Hacía demasiado tiempo que había dejado de ser la dragona blanca... ahora solo era una bestia enjaulada, un dragón herido con piel de león, como le decía Tyrion muchas veces. Tenía que medir sus palabras, sus acciones y sus miradas, la vida de su familia dependía de ello.

¿Y todo por qué? Porque Rhegar se enamoró de una chiquilla norteña prometida a un bárbaro que ahora no era más que un ebrio y senil hombre que pasaba el día entre las piernas de alguna ramera... pero la muchacha y su familia en el fondo tampoco tenían culpa.

Además el destino quería su padre muriera en sus manos. Jaime tenía sus razones para acabar con su vida, pero la de Rhaenys era mucho más poderosa. Proteger a su hijo no nato.

Porque conocía a Aerys, sabía que en cuanto se enterara de su embarazo a manos del heredero de Casterly Rock, aquel que él había convertido en guardia real para enfurecer a Tywin Lannister, había engendrado un heredero en el vientre de su hija mayor, aquella a la que odiaba, haría lo que estuviera en su mano para castigarlos a ambos y asesinar al niño... o algo peor.

Notó como la puerta del cuarto se abría

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Notó como la puerta del cuarto se abría. Levantó la mirada y se encontró con su marido, que traía cara de pocos amigos.

- ¿Jaime...?

El no respondió, caminó para hacia la mesa donde se encontraba la jarra de vino y se sirvió una copa.

No dijo nada, bebió su contenido de un trago y se sirvió otra.

La peliplata se levantó, lo abrazó por la espalda y apoyó su rostro contra la parte alta de la misma.

No dijo nada, no hacía falta, sabía que su esposo le contaría aquello que lo acongojaba. Y la mujer no se equivocaba. Puesto que el estaba por explotar, no tardó demasiado.

Jaime se separó de ella.

- Lo odio. Odio a Robert. Manejando la vida de todos a su alrededor como si fueran sus bufones, sin posibilidad a replicar... es un obeso que merece la misma suerte que tu padre...

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⏰ Última actualización: Jul 18 ⏰

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