Tarde de otoño

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Caminé lentamente en la plaza del centro con la intención de hacer pasar el tiempo tan rápido como pudiera. Me puse a dar vueltas una y otra vez frente a la pérgola rodeada de boleadores a la espera de tu llegada.

Miré el reloj y cada vez los minutos se volvían más lentos y una onza de decepción empezó a formarse en mi corazón.

"No va a venir", dijo la voz que me había estado atormentado por los últimos meses.

Alejé pensamientos estúpidos y voces innecesarias. Solo debía ser paciente y esperar un poco más. Solo un poco.

Me dirigí a la feria de libros que estaba a solo unos metros de mí. No sé hasta la fecha por qué no fue el primer lugar al que acudí a mi llegada al centro, pero una vez allí conviví un rato entre páginas y grandes autores con los cautos sueños de, en algún momento de mi vida, ser capaz de crear tanta arte, igual que todos ellos. Me perdí entre letras y de repente una suave voz habló detrás de mí.

Un simple saludo que me hizo suspirar de alivio... y tal vez también por ti .

Me volteé y la falda de mi vestido giró con avidez en tu búsqueda. Te abracé fuertemente con 32 grados centígrados y créeme que tu calor corporal no me molestó ni un poco. 

Nuestra primera parada fue la Iglesia y ya frente a Dios me atreví a pedir por los dos. Sí, pedí por nuestra historia incluso si no éramos nada en ese momento. Pedí porque nada malo fuera a pasar ese día y no olvido que al orar dije tan segura: "Dios, si es bueno, déjalo conmigo".

Hasta la fecha no sé qué pediste tú en el Santísimo, pero deseo de todo corazón que tu plegaria haya sido escuchada en lo alto del cielo.

Segundos más tarde estábamos fuera de la Iglesia dando vueltas a todo el centro, los dos hablábamos sin que las palabras se detuvieran y mis nervios disminuían cada vez más. No me trabé, no pensé ni por un momento que mis ideas fuesen estúpidas para ti y mucho menos me sentí tonta. Hablaste siempre de una manera tan asertiva y en el momento correcto y ahí supe lo inteligente que eras.

Miraba tu camisa y lo bonita que se veía en ti, me fijé en tus manos y el color de ellas e imaginé con un exceso de confianza lo agradable que sería caminar tomada del meñique contigo. Mis ojos no pasaron por alto tus zapatos y caí en cuenta que dos vueltas al zócalo y el centro no eran suficientes para una plática entre tú y yo.

No fue porque me aburriera, confieso que tenía calor aquella tarde de diciembre y por ello no quería sudar más y te llevé a mi cafetería favorita, mucho más fresca que las calles de Iguala.

Sabía lo que estaba haciendo, sabía qué tendría que hacer y sabía que tú valías la pena para hacer mis miedos a un lado y pedir una crepa con un café y dos popotes. 

La plática jamás cesó contigo y los temas cada vez se volvían más profundos y poco a poco me iba metiendo en tus historias y sin necesidad de escribir te estabas volviendo mi autor favorito. Fue entonces que caí en cuenta y vi mi plato a punto de estar vacío y comprendí en un instante qué había pasado: me estabas llevando nuevamente a la vida sin darme cuenta.

Después de tanto miedo y tantas voces en mi mente buscando lo peor para mí, después de tantas conductas autodestructivas y el odio más inmenso hacia mi persona por fin me atreví a ser feliz y salir de tanta oscuridad tomada de tu mano. Vi la luz tan clara y con ello la vida que me esperaba, y entendí que la magia no era cosa de las películas. Esa magia, mi magia, tu magia, no era algo que se pudiera ver, era una sensación que te inunda el pecho y te convierte en alguien nuevo.

En esa calurosa tarde de otoño del 2017  estaba volviendo a la vida, y con una magia que solo era nuestra, llena de luces navideñas, un violín tocando mi canción favorita, un platillo vacío en la mesa y tu cálida presencia lloré con la felicidad más inmensa que alguna vez en mi vida había podido sentir. 

Y en primera fila, viendo cómo volvía a nacer, ahí estabas tú.

Siempre fuiste tú.

RetratosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora