Primero.

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Las botas tiradas por aquí, los calcetines colgados por allá, ¿donde habían quedado los sostenes?

Veía con confusión su maleta medio hecha, mudarse era difícil, pensó. Y mucho más cuando ibas a mudarte a la armada,pensó con ansiedad si debía preguntarles a sus hermanos sobre que debería llevar, luego se golpeó mentalmente.

Eran hombres, se repitió, lo primero que harían sería burlarse de sus sostenes de conejitos y dirían que no podía vivir sin sus consejos.

Era lo que menos quería, había vivido bajo sus sombras demasiado tiempo, refiriéndose a ella como "La pequeña Tieszen", le molestaba cuando la paraban en los pasillos para decirle "¿Eres hermana de..?" Le cabreaba muchísimo.

Entonces ahí estaba, armando las maletas rumbo a un terreno desconocido para ella. Siempre había escuchado decir a sus hermanos que era pan comido, pero ella sabía que ellos eran totalmente diferentes, solo bastaba con mirar en sus pantalones, para empezar.

Y su segundo hogar, como decía su padre, debía ser respetado y honrado por buenos soldados.

Su padre, un hueso duro de roer, la miraba con altanera impaciencia en la puerta.

"No tengo todo el día" le había dicho, ella había asentido y bajado la cabeza, algo normal cuando estaba con su padre. Siempre se había doblegado ante él, y su dignidad parecía no estar presente cuando se encontraba con él.

Cerró bruscamente el cierre de la maleta, provocándole un corte en la palma de la mano, su padre, cansado de su torpeza, negó y bajó las escaleras. Soltando un tembloroso suspiro, se enfundó las botas y agarrando la maleta, siguió a su padre.

Se sentía abrumada por tanta atención -más de la que había recibido toda su vida- los cuatro hombres más temidos se encontraban frente a ella, tres mirándola con diversión y uno con desaprobación. Dejo su maleta y se acercó al primero, cruzando la treintena, el mayor de cuatro, le dió un abrazo rápido y se dirigió al siguiente, con veintisiete años, el más centrado de todos, repitió el abrazo y se dirigió al último, pero sin duda, su preferido. Con veinticuatro, la miraba con una sonrisa torcida que solo él podía brindarle, se puso de puntillas y le dió un largo abrazo, tal cual se merecía y un besito en su mejilla, por todas las veces que la había atrapado llorando por las noches y le contaba la historia de cada constelación.

Ella, con desesperante lentitud, se acercó a la fuente de sus lágrimas, que solo la ignoró y salió de la casa, ella asintió, no esperaba otro trato de parte suya.

El menor de ellos se acercó, y con cautela le deslizó aquel collar con un águila en vuelo y antes de alejarse le susurró:

-Esto lo defenderemos- refiriéndose al lema de la armada, sintió las lágrimas desbordarse por las esquinas de sus ojos y con un rápido movimiento las alejó, sería otro motivo de burla. Se aseguró de erguirse como siempre le habían enseñado, y con solemnidad levantó la palma abierta hasta la frente y saludó, tres saludos iguales le respondieron en declive.

Salió de la casa siguiendo a su padre, sus hermanos estaban parados en la puerta con sus maletas en la mano, todos estaban en diferentes brigadas gracias a su padre.

Brandon Tieszen, el mayor, asistía a la tercera división de infantería acuartelada en Fort Stewart, Georgia.

Troy Tieszen, el del medio, asistía a la cuarta división de infantería acuartelada en Fort Carson, Colorado.

Leo Tieszen, mi preferido, no siguiendo la tradición y, por contradecir a mi padre como principal razón, asistía a la primera división de caballería, acuartelada en Fort Hood, Texas.

Y yo, que siempre había sido la oveja negra, ¿Porqué no debía serlo una vez más?

No quería contradecir a mi padre que, cuando se enteró, negó y volvió a su habitación. Pero prefiero una pizca más de su desaprobación a que tener una asignación que no me gusta. ¿Una mancha más al tigre, no?

Decidí asistir a la división Aerotransportada número ochenta y dos, acuartelada en Fort Bragg, Carolina del Norte.

Agarré mi maleta y la giré sobre mi hombro. Y al salir, veo el Jepp del comandante.

El asqueroso y sucio y para nada anticuado Jepp del comandante.

El comandante, osea mi amado padre, solía decir que el Jepp era el mejor amigo de un soldado y de cualquier persona que quisiera ser respetada.

Pero no lo era, en absoluto.

El primer día de clases de mi primer año en secundaria, habíamos ido en el Jepp al colegio, pero ni bien llegamos recibimos una oleada de risitas pubertas, que provenían de las personas que señalaban al auto.

No entendía el por que de sus risas, así que como usualmente hacía a mis trece años, me sonroje y bajé la cabeza. Y por si no fue suficiente al salir azoté la puerta y esta cayó desplomada en el suelo. Las risas se volvieron más fuertes y continuas, pero lo que me preocupaba era las venas del cuello del comandante tratando de escaparse, estaba rojo de furia, él solo subió la puerta rota a la parte de atrás y se fue.

Ese día me quedé hasta las nueve de la noche esperándolo para que me viniese a recoger, pero nunca lo hizo, y desde aquél día, iba y venía caminando.

Hoy, cinco años y medio después, el feo cacharro seguía frente a mí.

Y con más respeto de mi padre del que yo tenía.

Al comandante al parecer, se le había olvidado surtir al cacharro de agua y rápidamente entró a la casa.

Leo rápidamente se acercó a mí, me subió al capó del cacharro como si fuera una niña pequeña y luego el se subió también colgando su maleta de la punta de sus dedos.

Todos nos íbamos a nuestros cuarteles hoy.

Yo balanceaba mis pies mientras que él pensaba que decir. Tras un suspiro, me miró.

-Por lo que más quieras tarada, cuídate. Los cuarteles son nefastos, y solo hay puros hombres y si hay mujeres son de la otra vereda, así que no te acerques a nadie, ¿Me entendiste?

Asentí sin saber muy bien el concepto "de la otra vereda" y le di una sonrisa pequeña.

-Afirmativo, tarado.

Papá salió de la casa aún sin vernos, y nosotros prácticamente saltamos del capó, nos mandaría directo a China si nos veía arriba de su bebé.

Él odiaba China.

Y a los chinos.



As a soldier © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora