Uriah.
Su corazón parecía un adolecente en pleno desarrollo hormonal, más indeciso que uno mismo a decir verdad. Danzaba al ritmo de la pieza del segundo concierto de Chopin que sonaba desde el reproductor instalado en la habitación de hospital de Philip por Uriah, a veces era como si un caballo salvaje galopara dentro de su pecho tomándose el atrevimiento de instalarse sin permiso allí, y otras sus latidos eran tan tranquilos como el fluir del agua en tranquila armonía. En plan poético la música clásica siempre fue como un bálsamo para el tormento de su alma, y qué angustia sentía en ese momento, esperar impaciente por al menos una diminuta señal de vida de parte de su querubín que yacía inmóvil, pálido, y solo se mantenía respirando gracias al respirador artificial, el cuál recibía todo el odio y gratitud de parte del infausto muchacho que se encontraba sentado en el borde de la camilla de hospital, observando cómo a la persona que más amaba en su vida, de ser posible en todas las vidas que la rueda de la reencarnación le ofrezca, se le iba agotando con cada aliento que tomaba el tiempo en este mundo.
Él juraba que si la vida y alma de Philip se le escurrían de entre las manos y se iba para no regresar él personalmente acudiría a quién haya sido el responsable de transportar su alma y de ahí directamente pondría una queja por quitarle su "y vivieron felices para siempre", con garantía incluida, con aquel muchacho de ojos brillantes hacia su Dios. Aunque pensándolo bien probablemente sería lo mejor, Dios tal vez solo quería llevarse su alma, resguardarla en un lugar seguro y cuando el mundo no sea un lugar tan corrupto la devolvería a la tierra, donde pertenece.
Aun con ese pensamiento en la cabeza Uriah no quería por nada del mundo que Philip se marchara, no sin antes decirle adiós.