En un lugar de la costa andaluza, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivían... no hace tanto, ilusos, dos familias enemistadas por los negocios. Los Lacunza Mendoza, que se dedicaban al noble arte de inaugurar chiringuitos. Prácticamente toda la costa andaluza estaba formada por una cadena incesante de chiringuitos. Y los Blanca Paloma, su mayor negocio, una cadena de karaokes. Si has estado veraneando por Marbella, has entrado en alguno de sus karaokes. Es estadística pura. El motivo de su disputa no puede ser revelado aún, pero todo a su debido tiempo. Y si te has encontrado con un árbol grabado con iniciales, la responsable, sin duda alguna, es Natalia María Lacunza Mendoza.
Natalia María Lacunza Mendoza estaba tumbada bajo el sol de principios de octubre. El calor estaba empezando a abandonar las tierras del sur, pero aún podía permitirse llevar varios botones desabrochados de su camisa de cuadros favorita. Notaba el viento mover su flequillo negro como la noche y colarse por el hueco que dejaba abierto en su pecho.
Adoraba aquel momento del día. Acostumbraba a hacerlo siempre que acababa de dar su largo paseo a caballo por el enorme cortijo y parte de los alrededores del mismo.
Unos pasos apresurados de botas apestosas, acabaron con su momento de calma. Pasos que conocía demasiado bien. Para su desgracia.
Se acabó la tranquilidad, pensó la bien dotada joven resoplando.
- ¿Qué quieres Miki? - Preguntó con los ojos cerrados y sin alterar su pose despreocupada.
- Tu padre me ha dicho que te llame. Que necesita de ti
- Enseguida voy. - Se levantó de un salto del pasto ante la mirada bobalicona de Miki y corrió hacia el interior de la casa principal de su cortijo.
El cortijo de los Lacunza Mendoza era enorme. La inmensa casa, tenía un total de tres plantas, contando con la baja, unas treinta habitaciones y diez baños lujosos. Cada uno de ellos contaba con una bañera en la que cada miembro de la familia limpiaba sus pegajosas axilas. No les importaba derrochar. Tenían dinero y nunca había sido un problema para la familia. El negocio de los chiringuitos, más bien el imperio de los chiringuitos, era una fuente de fortuna que jamás se había agotado.
Pero cuando llegó allí, a la biblioteca en la que debiera estar su padre, no lo halló. En su lugar se encontraba su madrastra, Laura Andrés Trompetera de Hamelin. Una mujer de altura media, ojos chocolate, camisa campestre y cinturón de cowboy. Y el gorro, por supuesto.
- Natalia, tu padre me ha contado que te escaqueas últimamente muchísimo de tus tareas. Es una falta muy grave.
- No tengo tiempo ahora para esto. Lo siento, Laura. Estoy demasiado ocupada como para aguantar que me sermonees. No soy una niña, tú no eres mi madre y me das dolor de cabeza.
Y tal como dijo aquello, se giró y salió de aquella habitación dando un portazo. Laura Andrés Trompetera agarró un lápiz y lo partió en dos con la rodilla, transmitiendo así su rabia. Para ella, era importante llevarse bien con sus hijastros. Lo había logrado con dos de ellos. Alfonso, un gallardo joven de 27 años, aunque viudo tras una tragedia tres años antes; y Dave, más conocido como Davuco, de 19. Un chico que adoraba el campo por encima de todo. Pero Natalia... Ay, la joven vaquera se le resistía. Laura Andrés no entendía el motivo. Por más que intentase acercarse a ella, más trabas surgían.
Natalia salió de la casa dando zapatazos que resonaban al golpear el suelo de caoba. Estaba cansada de tener que soportar a esa mujer. Su padre casó con ella cinco años atrás, y la joven seguía notando algo en ella. Algo que le olía peor que una boñiga de potro con diarrea.
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Pasión de Gavilanas // Albalia
HumorLas familias de la Blanca Paloma y Lacunza Mendoza se disputan el control de los chiringuitos y karaokes de la costa andaluza. El odio que sienten por sus rivales comenzará a disiparse cuando el amor empiece a florecer. O a volar como una pequeña pa...