Una carta, un collar y un lago

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Las noches contigo, mi bella y dulce palomita, ya no son suficientes para mi medio corazón. Triste y cojo corazón. Malgasto las horas de sol a lomos de mi yegua pensando en cometer una locura... Cruzar las lindes que me tienen prohibidas para cantarte mi melodía bajo tu balcón. Una locura que a millas de esta nuestra tierra solo sería un galante acto de amor.

Estoy harta de vagar maldiciendo la absurda guerra de nuestras familias... De tener que esperar a la luna para poder salir a verte.

He encontrado un lago a diez cuadras de tu morada. Si eres valiente, mi palomita... Vuela hasta mis brazos. Quiero besarte a la luz del día.

Estaré esperándote durante toda la tarde.

Tu fiel y descarada vaquera.

A la pequeña de los Blanca Paloma le temblaban las manos leyendo aquella atrevida nota. Alzó los ojos al cielo y emitió un largo suspiro, devolviendo esas palabras al lugar donde las había encontrado: el bolsillo trasero de sus pantalones de campana favoritos.

La joven palomita, como su descarada vaquera amaba llamarla, se adecentó todo lo posible. Pensaba acudir a aquella cita. Se moría de ganas de ver a su vaquera. Le latía el corazón, ardía en su interior con el amor que empezaba a fraguarse en su pecho cada día con más fuerza. Natalia María despertaba en ella, no solo el amor que jamás creyó llegar a sentir por alguien, sino también una pasión desbocada.

Había notado en más de uno de sus encuentros, que no solo notaba palpitar su pecho, también la zona más baja e íntima de su persona. Y aquello era también algo que jamás había sucedido antes con nadie. La última vez fue en la noche de cumbia. Pues también fue la última vez que ambas se vieron. Alba Esperanza tenía recuerdos difusos, pero recordaba el pecho abierto de la camisa de su amada, aún percibía su olor en sus fosas nasales y con solo aquel recuerdo, su cuerpo reaccionaba.

Cuando salió de su alcoba, no se cruzó con nadie. Su madre debía estar en el karaoke, su padre, encerrado en su despacho o con su hermano y en cuanto a su hermana, posiblemente con la nueva llegada a las tierras: Julia Medina.

No habían hablado demasiado, pero a Alba Esperanza le parecía una joven encantadora, con un humor garboso y una dentadura más blanca que la nieve. Había notado que la miraba. Y mucho. Gesto que aparentemente no le incomodaba, pero solo por comportarse delante de su familia. No era gustoso para ella aguantar los rapapolvos de su madre.

Regresó a su cuarto para colocarse una chaqueta por encima. Ya hacía frío, no podía salir simplemente con una de sus finas camisas. Además, conocía el lago de la citación de Natalia María, solía soplar bastante viendo helado por esa época del año. Aunque con pensar en su vaquera, percibía el calor más típico de agosto dominando su cuerpo.

En los establos, Carlos no estaba solo como ya era habitual. Alba Esperanza oyó las voces y se paró antes de atravesar la puerta pintada de verde. Se asomó con cautela, tratando de no ser vista, para tener una visión de la escena.

- ¿Entonces eres dentista de verdad? – El muchacho, apoyado en la horquilla que usaba para mover la paja, sonreía con galantería a una Julia Medina que sonreía con un brillo en los ojos.

- Pues claro. Que no te engañe mi juventud. Solo tengo veintitrés años, Carlos, pero soy versada en mi oficio. Cuando quieras te miro la dentadura.

- ¿Solo te interesa mi boca?

Alba Esperanza contuvo una carcajada al oír aquello. Carlos nunca había necesitado hablar para llevarse a alguna de las mozas del pueblo al catre, pero al parecer con Julia Medina estaba recurriendo a la palabrería. Y no le iba demasiado bien, pues Julia, en cambio, sí soltó una enorme carcajada.

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⏰ Última actualización: Nov 05, 2019 ⏰

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Pasión de Gavilanas // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora