Iniciales, chiringuitos y política.

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Por un campo de flores blancas y tierra húmeda, Noelia Reche de la Blanca Paloma paseaba con elegancia y felicidad. Pero no lo hacía por ser la más ociosa de la familia, pues su larga y pausada caminata tenía unos propósitos que iban más allá de la diversión o el descanso. Y es que la fémina había escogido aquel prado con aires crepusculeros para recolectar cicuta mientras silbaba entre risas malvadas la canción que su apuesto vaquero de patillas estiradas le dedicaba bajo su ventana.

—¿N.M.L.M? —leyó inscrito en el tronco de un árbol, deteniendo su tarareo rocambolesco. Justo en ese instante, una nube de polvo acompañada por el sonido de las herraduras contra el suelo captó su atención: un caballo de enormes dimensiones corría al borde de aquel bosque de flores blancas y naturaleza viva.

—¡Días buenos sean, querida! —le deseó el hidalgo que montaba semejante pura sangre.

Y este no era otro que Alfonso Lacunza Mendoza, quien se dirigía con urgencia al chiringuito El Aprendiz, lugar que regentaba con mano dura y disciplina, tal y como su honroso padre esperaba de él. Amarró el caballo en la entrada, se sacudió las botas de polvo, e irrumpió en el negocio con dos fuertes pisadas y los brazos en jarras.

Los escasos y madrugadores clientes clavaron sus caídos ojos en la figura sombreada de aquel vaquero empresario sin demasiado interés. Las nuevas que traía el periódico y el whisky camuflado en sus cafés mañaneros eran mucho más relevantes que las frecuentadas arribadas peliculeras de Alfonso Lacunza Mendoza, que acababan, como siempre, en una retirada de sombrero con un pestañeo dramático y un grito ensordecedor: yiejeeeeeeeeeeeeeee.

—Señor Lacunza Mendoza—se irguió Merche tras la barra de madera oscura. La camarera, limpiadora, cantante y los puestos que Alfonso quisiera ponerle reaccionó con nerviosismo y miedo—. Bue-buenos días. Me pillaba ahorita justo terminando su café con doble de tequila, miel y leche—tiritó, sirviendo sin pulso alguno dicha bebida en una jarra dorada.

—Limpia lo que has salpicado ahora mismo.

—¿Yo? ¿Salpicado?

—Has echado medio café fuera—dijo entre dientes, dando un fuerte golpe en la barra que hizo estremecer a la joven.

—Per-perdón, señor Lacunza Mendoza, ya lo recojo—contestó en un fino hilo de voz, usando su propio delantal para absorber los salpicones de café que su angustioso pulso habían provocado.

—También hay en mis botas.

—Sí, voy—suspiró, saliendo con prontitud de detrás de la barra para limpiar el cuero de su calzado hasta dejarlo tan reluciente como los piños de su caballo.

—Muy bien, puede que hasta te suba el sueldo.

—¿De veras?

—No.

El relinchar de un par de rocines alertó a Alfonso, que, sobresaltado por la posible venida de su padre, ordenó con agresividad a Mercedes Trujillo a erguirse.

—Vamos, date prisa, levanta—apremió con ronquedad, tirando de su brazo para que dejara de espolvorearle las botas de cowboy—. ¡Padre, hermana! —celebró levantando su jarra dorada, que, a propósito, solo podía usar él.

—Nunca nos esperas para desayunar, cabrito—sonrió Manuel Martos Lacunza Mendoza andando con las piernas muy abiertas y golpeando en el hombro a cada cliente asiduo en forma de saludo.

—Hermanita, ¿qué haces tú despierta a estas horas de la mañana?

—Acompañarme a desayunar, no como tú—bromeó el padre, sacudiéndole la espalda al llegar a su altura. Luego se quitó el sombrero y lo dejó sobre el de Alfonso en la barra. Natalia esbozó una sonrisa triunfal al oír cómo su progenitor la defendía.

Pasión de Gavilanas // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora