Capítulo 11

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“Algunas personas vienen a nuestras vidas, dejan huellas en nuestros corazones y mentes y nunca más volvemos a ser los mismos”
                            Jared (Orgásmico) Leto

Mi madre no siempre trabajó en un salón de parto. Hubo un momento en que fue enfermera en oncología. Esa etapa de nuestras vidas no fue precisamente lo que se dice agradable. Muchas veces cuando mamá regresaba a casa la encontraba llorando en un rincón.
- No puedo soportar tanto dolor cariño. Lo que esas cosas le hacen a ellos es absolutamente terrible. – me dijo. Una semana después había cambiado para obstetricia.
Tantas veces me pregunté el por qué de aquello. Las quimioterapias no me parecían tan terribles. Creo que aún vivía un poco en ese mundo de inocencia, de ceguera. Porque que yo lo leyera no era lo mismo a vivirlo o al menos experimentarlo como observador. Deseé, no podría contar las veces, estar allí y saber que había asustado tanto a mi madre.
Ahora querría no haberlo hecho. Cuando conté en Hope & Health mi interés en ser enfermera mis labores cambiaron ligeramente. De vez en cuando me dejaban poner una inyección, o quitar un suero. Pero era la primera vez que me pedían asistir a una doctora en una quimioterapia.
Mi tarea era sencilla. Animar a los tres niños que debían enfrentarse a ese duro tratamiento, entre ellos estaba Ivy.
Estuve allí mientras los reclinaban en una camilla, mientras el suero era conectado a sus frágiles cuerpos y también cuando la larga lista de medicamentos le era suministrada.
Casi perdí la cuenta. Al principio me limité a escuchar la voz de Ivy parloteando. Sabía que lo hacía porque en el fondo tenía miedo y era tan sumamente valiente que prefería quitar el miedo de otros camuflando el suyo propio.
Ashton, un chico de 7 años me contó todo sobre él. Su color favorito y que adoraba dibujar. Sus ojos no se apartaban de Ivy. Era como si un imán los mantuviera justo en esa dirección. Adoraban su fortaleza. Ivy era la princesa que los alentaba.
Poco a poco las conversaciones se fueron apagando con el transcurrir de las horas. Los chicos tenían los ojos adormilados, exhaustos. La voz animada y empequeñecida de Ivy se había convertido en un susurro ocasional y ronco.
Había escuchado de el síndrome del miembro perdido antes pero nunca lo había sentido como en ese momento. Mi sufrido corazón había comenzado a agitarse. El miedo me recorrió. Mis manos tomaron rápidamente las pequeñas manitos de Ivy. Su suavidad casi me hizo sonreír. Esta niña no había cometido muchas travesuras a su edad, pero de solo analizar ese pensamiento la tristeza volvió a embargarme. Ivy no había hecho nada de eso porque toda su vida se la había pasado casi completamente en un hospital, tratando con ganas de no morir.
Cuando todo terminó sentí llegar el ruido de la silla de ruedas de Theo a la puerta de la sala. Ivy, Ashton y otra niña llamada Erika salieron suavemente, con lentitud de sus camas. Los hombros encorvados de Ivy y su caminar cansado y patoso me intranquilizaron. Su sonrisa que más parecía una mueca de dolor no hizo nada por ello pero mientras se doblaba en dos por las náuseas sentí que su dolor podría terminar de destruir lo que había logrado juntar de mi.
Theo la montó en su regazo y se alejó de allí dedicándome una muy leve sonrisa con Ivy acurrucada en su regazo.

Hecha Pedazos: Memorias de una Chica RotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora