Consequence

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Dazai era consciente de que lo que estaba haciendo no estaba bien.

Chuuya le iba a matar, pero si miraba el lado positivo, morir a manos de Chuuya sería una buena manera de morir. También era consciente de que podría ser despedido.

Pero asumiría las consecuencias, con tal de ver a Chuuya.

Sonrió mientras se colocaba el antifaz plateado. Se miró en el espejo y asintió para sí mismo. Definitivamente, con ese traje, nadie diría que era el jardinero de palacio.

Nadie excepto cierto príncipe con ojos azules y muy mal humor.

—Si mueres, yo no he tenido nada que ver, Dazai.

El castaño se acomodó la camisa mientras miraba por el reflejo a Kunikida, apoyado contra la puerta de brazos cruzados.

—Tranquilo, me llevaré el secreto a la tumba.

El rubio suspiró, elevándose las gafas con un dedo.

—Me voy, tengo invitados que atender.

Dazai asintió, aunque Kunikida ya no estaba ahí. No le culpaba, como mayordomo principal no le convenía que nadie le viese con él, porque si lo que iba a hacer salía mal, podría salir perjudicado. Sobre todo siendo quien le había proporcionado el traje y el antifaz.

No era por ser narcisista, pero le sentaba bien. El blanco le quedaba como un guante, y el antifaz plateado combinaba a la perfección.

Tomó la rosa que había cortado esa misma tarde y salió decidido hacia el salón de baile, como si hubiese sido parte de la fiesta durante toda la noche.

Ninguno de los nobles y señores de la realeza parecieron reparar mucho en él. Por lo que ellos sabían, Dazai podía ser el príncipe del reino más lejano del continente, porque el castaño se movía con facilidad y actuaba como si estuviese en su aire.

Después de todo, se había prácticamente criado con Chuuya desde que tenía unos doce años, y Kouyou daba largas y aburridas clases de cómo comportarse en una fiesta que Dazai se tragaba también, más distrayendo a su mejor amigo que atendiendo. Aunque a Dazai siempre se le había dado mejor fingir delante de las personas, porque el pelirrojo era demasiado expresivo.

Por ejemplo, en ese momento podía ver perfectamente cómo trataba de librarse —con una sonrisa totalmente falsa— de una muchacha que tenía pinta de princesa y que insistía en algo.

Con paso fuerte y decidido, se abrió paso hacia el pelirrojo, que mantenía las manos delante de él para preservar su espacio personal de la chica.

—Disculpe, su majestad —habló, interrumpiendo a la princesa mientras ponía la mano con la rosa tras su espalda—. Necesito hablar con usted de algo. ¿Podría acompañarme?

Chuuya le miró con los ojos como platos. En un instante, sus ojos reflejaron un «te voy a matar» que Dazai aceptó felizmente, ampliando más su sonrisa.

—Claro. Si me disculpa —la muchacha no tuvo más remedio que dejarle ir.

Chuuya guió a Dazai hacia la terraza, donde nadie se encontraba debido a que todos estaban disfrutando de la fiesta.

Una vez llegaron, Dazai esquivó un inminente puño del pelirrojo.

—¿¡Eres idiota?! ¿Cómo se te ocurre...? No, mejor no voy a preguntar.

—Solo quería verte, Chuuya, ¿es eso tan malo? —hizo una mueca—. Desde que cumpliste los veintidós, llevo meses sin poder verte más allá de tu balcón. Y déjame decirte que desde veinte metros de altura no te puedo ver bien.

Pero ahora sí, se dijo Dazai. Ahora veía perfectamente sus ojos azules como el cielo, brillantes tras el antifaz dorado. El traje azul marino le sentaba muy bien, y debía admitir que el sombrero también, por mucho que siempre se burlase de ellos.

—Dazai, estoy demasiado ocupado, ya deberías saberlo.

—Lo sé. Con todo esto de que vas a ser coronado, que ni sé qué y ni sé cuántos, no tienes tiempo para mí.

Chuuya suspiró. Dazai admitía también que estaba siendo infantil, pero no le importaba. Él quería ver a Chuuya, quería mirar a sus ojos azules, jugar con su cabello mientras el príncipe le soltaba su ajetreado día. Pero ahora apenas pasaba tiempo en palacio, y si lo hacía, estaba entre reuniones, fiestas o en alguna parte a la que él no podía acceder por simplemente ser el jardinero.

—Dazai...

—¿Ves? Hasta te he traído una rosa —se la entregó, y Chuuya la tomó sorprendido. Luego, sonrió.

—Dazai, sabes que Kouyou te despedirá sin piedad como te encuentre aquí. Mi padre igual.

—Si eso pasa, bueno, supongo que siempre podré colarme. Me tendrás que lanzar una cuerda, pero...

Chuuya rio, y entonces Dazai supo que había sido una buena idea el colarse en aquella fiesta. Los azules ojos del príncipe se veían agotados, y no lo dudaba sabiendo semejantes fieras que había ahí dentro, dispuestas a hacerle caer en cuanto menos se lo espere.

—Eres un idiota, Dazai —negó con la cabeza, sonriendo—. Gracias.

Inesperadamente, Chuuya le abrazó. Dazai se quedó de piedra, sin saber bien qué hacer. Poco a poco, rodeó su pequeño cuerpo con sus brazos, abrazándolo de vuelta.

—Yo también te extraño —le dijo, casi tan bajo que el viento que soplaba podría haberse llevado sus palabras—. No tengo a nadie mejor en quién confiar, Dazai. Y no puedo apenas verte.

—Lo sé —acarició su espalda—. Y lo entiendo. Sé que ahora también te estoy poniendo en problemas, y si quieres matarme no te detendré. ¿Morir a manos de Chuuya? No suena tan mal.

—Maldito loco suicida.

Dazai rio, y los ojos azules le miraron con un brillo que había visto pocas veces. Quizá fuese el efecto de la luna, o tal vez el del antifaz, pero a Dazai se le hicieron más profundos que de costumbre.

Sus manos se posaron a ambos lados del rostro del príncipe, sorprendiéndolo. Sin embargo, aunque la sorpresa se expresó en su mirada, no dijo nada. No se quejó, no le dio una patada ni le tiró por el balcón.

Se inclinó hacia él, y tampoco se quejó, ni se apartó. Mediante la distancia se iba acortando, no separaba la mirada de sus ojos. No daba señales de querer apartarse o de que se detuviera.

Cuando sus labios se rozaron, no hubo vuelta atrás.

Dazai era perfectamente consciente de que estaba jugando con fuego, y era muy probable que acabara quemándose.

Pero asumiría las consecuencias.


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