Free day: Leaving

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Dazai era consciente de que, si había un poder que su habilidad nunca podría llegar a anular, ese era el que le pertenecía a la muerte. Ninguno de los dotados podía contrarrestarlo cuando ya había hecho efecto. Y por supuesto, él no era la excepción.

Por eso, Odasaku ya no estaba en el mundo de los vivos. Por eso, parte de la culpa era suya. 

Si hubiese podido llegar antes, si lo hubiese visto todo antes...

Dazai Osamu miró, con sus perdidos ojos marrones, el río que corría bajo sus pies. Era extraño mirar con ambas retinas, acostumbrado por muchos años a observar el mundo tan solo por una de ellas. Sin embargo, no se había sentido capaz de volver a ponerse el vendaje que Oda le había quitado en sus últimos momentos.

¿Por qué todos a los que llegaba a tener un poco de aprecio acababan por destruirse entre sus manos?

Alzó la mirada al cielo, buscando una respuesta. Una respuesta que nunca encontraba. Al igual que tampoco encontraba el sentido de su vida.

«No lo encontrarás en la mafia, ya deberías saberlo», le había dicho Odasaku. 

No le faltaba razón.

Era precisamente en esos instantes en los que la idea del suicidio le atraía más de lo que ya lo hacía habitualmente, y su cuerpo jugaba peligrosamente con el borde del puente en el que estaba sentado.

Si sus manos se soltaban, su cuerpo caería libremente y entonces sentiría el agua, sentiría la asfixia, pero el dolor se desvanecería.

Dicen que cuando estás a punto de morir es cuando te sientes más vivo...

Cerró los ojos y sonrió. No era una sonrisa que denotase felicidad, sino algo más parecido al alivio y tal vez a la nostalgia.

—No sabía que te preocupara mi bienestar, Chuuya.

Oyó el chasquido de lengua del pelirrojo, y pudo imaginar sus azules ojos brillando con su habitual mirada de enfado con el mundo, mientras su espalda se apoyaba contra el borde del puente, mirando al lado opuesto al atardecer que él contemplaba.

—¿Qué le ha pasado a las vendas de tu cara?

—Cambio de look, supongo.

—Una mierda, Dazai. ¿Qué está pasando por tu jodida mente? —preguntó—. Llevas dos semanas más raro de lo que ya eres.

Dazai abrió los ojos, mirando por encima del hombro el cabello anaranjado de Chuuya, con aquellas ondas rebeldes enclaustradas por su inseparable sombrero.

Todo lo que tocaba desaparecía. 

Eso pasaba con las habilidades, eso pasaba con las personas.

—Dime, Chuuya, ¿crees que el negro se puede volver blanco? —preguntó, observando otra vez el río teñido de rojo.

Rojo, como la sangre que manchaba sus manos.

—A lo mucho, gris —respondió Chuuya, sin pensarlo demasiado—. Ahora deja de cambiar de tema y cuenta. ¿Qué cojones te pasa?

—He estado pensando, lo cual es desconocido para ti —Chuuya bufó—. Y...

Calló de forma abrupta, dejando la frase jugando con el aire. No podía decirle nada a Chuuya. No lo entendería, le mandaría a la mierda, como usualmente hacía. O quizá se oliese lo que pretendía hacer, y tratase de detenerlo.

Si una palabra podía definir a Nakahara Chuuya, sobre todas las cosas, era lealtad. Fiel a lo que creía, a lo que pertenecía, y lo defendía con uñas y dientes. Tenía el poder de hacerlo, y si se veía obligado, se corrompía a sí mismo con tal de defenderlo.

Corrupción era, definitivamente, un buen nombre para su peligroso poder.

Por eso, Dazai sabía que no lo entendería. Y no quería que lo retuviese, porque en su interior era consciente de que no podría ignorar como si nada las palabras que le dijera Chuuya. Simplemente, el pelirrojo daba con la nota adecuada para clavarle una espada en el pecho, quizá porque pulsaba violentamente todas las teclas.

Él era así. Violento, temperamental, volátil. Una chispa con la que Dazai jugaba peligrosamente, quizá porque nunca había temido ser quemado.

Quizá esas eran las consecuencias.

—¿Y? Habla, idiota.

Dazai se dio la vuelta y saltó a los tablones del puente. Sus ojos marrones y los azules de Chuuya se encontraron, con el joven de cabello anaranjado rodeado por el atardecer, el cual brindaba un color más fogoso a su pelo ya de por sí llamativo.

Fuego. Chuuya era el fuego, y él simplemente una víctima voluntaria de sus llamas. Jugaba peligrosamente con aquella chispa volátil, y le encantaría quemarse en ella.

—¿Dazai? —llamó.

Pero no dijo nada. Dazai no habló, y ni siquiera sabía si aún respiraba o si el tiempo corría a su favor o en su contra. Simplemente le miró, sabiendo que sería la última vez que lo viese con esa tranquilidad.

Todo lo que llegaba a tocar en aquel mundo de oscuridad se acababa destruyendo. Especialmente lo que llegaba a apreciar.

Chuuya no sería la excepción.

—¿Qué miras, imbécil? —preguntó—. ¿Y cuándo piensas responder a mi pregunta?

No podía seguir a su lado. Dazai lo supo desde el momento en el que vio claramente a través del plan de Mori. Aquella vida había acabado en ese momento, y con ella, Chuuya. Por su propio bien.

En el fondo, temía que la luz de aquel fuego se apagase debido a sus oscuras manos. Simplemente, no lo soportaría.

—Lo siento.

Los azules ojos de su compañero le miraron sin comprender el significado de aquellas palabras. Entonces, en un par de pasos, Dazai logró acorralarle entre su cuerpo y la barra del puente.

—¿Qué cojones ha...?

Su pregunta quedó interrumpida por los labios de Dazai sobre los suyos, impidiéndole hasta el aliento. Duró tan solo unos segundos, a Chuuya no le dio tiempo ni a reaccionar. Antes de que lo hubiese podido hacer, o siquiera asumir lo que había ocurrido, Dazai ya se alejaba de él, dándole la espalda sin que el otro pudiese hacer siquiera un intento de detenerlo.

Caminó sin mirar dos veces, dejando atrás a Chuuya, y a todo lo que él representaba, irse con el viento que agitaba con fuerza sus cabellos.

Ese fue el último día que el joven ejecutivo Dazai Osamu estuvo dentro de la Port Mafia.

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