Capítulo 4: La casa de los secretos

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John
Marzo de 2006.

Esa noche me desperté envuelto en sudor. Un sueño maravilloso se había convertido en una horrorosa pesadilla.

Estaba en casa y era un hermoso día de verano. Las puertas francesas, que daban al patio trasero, estaban abiertas de par en par y la luz que entraba iluminaba cada rincón la habitación dándole un ambiente agradable. En la radio se escuchaba «Stuck on You» de Elvis Presley y Elara movía sus caderas al compás del ritmo. Ella se veía como cuando recién nos conocimos y antes de que la consumiera su enfermedad: espléndida.

Tenía un pañuelo rojo atado en su cabeza y preparaba el desayuno mientras ambos cantábamos la letra de la pegadiza canción. Utilizaba solamente una de mis camisas y sus largas y sensuales piernas al desnudo me provocaban ganas de alejarla de la cocina, arrojarla sobre el sofá y continuar con lo empezado esa mañana.

La paz y la felicidad que me invadían en ése momento no duraron demasiado, puesto a que, repentinamente, la voz del cantante empezó a sonar lenta y pesada. La melodía se oía distorsionada.

Elara dejó de bailar y se quedó estática. Sólo la escuchaba rayar efusivamente la sartén con una espátula de metal. El sonido pareció intensificarse junto con la radio de fondo.

—¿Elle?— Recuerdo haberla llamado, pero ella continuaba dándome la espalda.

Me acerqué a su lado, la tomé del brazo para hacer que se detuviera el movimiento con el utensilio, y cuando volteé su rostro para que me mirara, estaba pálida y sus ojos veían a la nada. Estaba muerta.

Mi voz gritando fue lo que me despertó de aquél horror. Había recordado a la perfección cómo se veía mi esposa en el ataúd.

Sabía perfectamente el porqué de aquella pesadilla: el estrés de lo sucedido aquél día.

Bajé a la cocina por algo que beber porque la sensación de sequedad en la boca era tan molesta como el olor a sudor. Entonces la escuché.

Estaba llorando en el piso, al lado de la bacha en donde su madre lavaba los trastes, escondiendo la cabeza entre sus piernas. Con su cabello oscuro y un camisón blanco parecía un fantasma, pero no lo era.

Evelyn se veía tan vulnerable.

Al ir acercándome a ella con cautela me percaté por primera vez (aún con la poca iluminación en la habitación) de los moretones en sus brazos. Cuando la muchacha levantó la cabeza para mirarme, dí un paso atrás.

Su rostro estaba tremendamente golpeado.

Tenía una herida en la frente y un raspón en el mentón. Sus ojos se veían hinchados de tanto llorar. Ella volvió a esconder la cabeza y continuó sollozando.

Durante la charla que había tenido lugar esa noche, su madre mencionó que ella estaba bien, que no fue tan grave su catarsis.

Eso no parecía ser estar bien.

—¿Evelyn?— la había llamado, pero ella parecía ignorarme—. Evie, ¿qué pasa?—le pregunté y me arrodillé ante ella para poder observarla mejor.

Ella retrocedió de inmediato cuando toqué su brazo, su piel estaba caliente. Se veía como un cachorrito asustado. Un perro callejero que huye atemorizado de cada extraño que se le cruza por temor a volver a ser lastimado.

—¡No me toques!—Me gritó, furiosa. No esperaba menos de ella.

—Evelyn, mírame, ¿tienes fiebre?— La muchacha me miró a los ojos, y noté que también estaba temblando. Posé una mano sobre su frente y se estremeció con mi contacto, pero finalmente, permitió mi tacto— Sí, estás ardiendo. Voy a llamar a tus padres.

Todo está bien, JohnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora