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Estaba enfadado. Siempre lo había estado, desde el primer día que su memoria le brindaba en forma de recuerdos. No entendía el porqué de demasiadas cosas, pero inevitablemente había aceptado lo que la vida le había otorgado.

Recordaba con perfecta claridad lo enfadado que estaba durante su cuarto cumpleaños. Rodeado de gente que no conocía, de niños y niñas que no le parecían divertidos. Con una madre demasiado bonita y vacía por dentro y sin un padre que le guiase en su camino.

Ese era su primer recuerdo de la soledad y a pesar de ser tan pequeño, la sensación quedó escrita a fuego en su corazón. Podía tenerlo todo, materialmente hablando, pero no aquellas cosas que realmente anhelaba. Cada semana había un regalo nuevo sobre su escritorio, pero ninguna noche había un beso para desearle felices sueños, ni un abrazo cuando las pesadillas se apoderaban de su descanso.

Se acostumbró a la compañía de las niñeras, una diferente cada poco tiempo. Al aroma a whisky caro de la cocina, a las miradas condescendientes que le dedicaba el chófer cada vez que le llevaba al colegio y sobre todo, aceptó el abandono de un padre que había rehecho su vida a muchos kilómetros de la de su primer hijo.

Con el paso del tiempo nada mejoró. A sus 6 años, su madre empezó a tomar medicación para dormir y era él quien la arropaba para que no cogiese frío por las noches. A veces, se quedaba acurrucado junto a su puerta, esperando, por si ella le necesitaba, pero nunca se atrevió a entrar en su dormitorio cuando ella comenzaba a gritar y llorar desesperada. En lugar de eso, se metía bajo la cama, con la única compañía de Manny, un osito viejo y un poco ajado, el único regalo que tenía de su padre.

Cuando cumplió 8 comenzó a pasar tiempo en casa de otros niños. Cuanto más lejos estuviese de su madre mejor. Ella hacía tiempo había dejado de vivir en vida. Era un ente que habitaba en su hogar pero que rara vez hablaba. Y que desde luego no se preocupaba por su único hijo. Y él, sabiéndola enferma, lo aceptaba. Quizás después de todo no merecía el amor que veía en otras familias.

Y entonces, sin saber porque y sin entenderlo, papá regresó.

Estaba tal cual lo recordaba y su corazón se sintió feliz durante un instante, aunque su cerebro le prohibió sentirlo y automáticamente bloqueó esos pensamientos. Debía estar enfadado. Él tenía la culpa de todo. Siempre la había tenido. ¿Por qué regresaba ahora? ¿Qué pretendía? El daño estaba hecho y él nunca podría quererle ni aceptarle como a un padre.

Para su sorpresa, venía para llevárselo a España.

Chilló. Lloró. Pataleó. Y su madre no hizo absolutamente nada.

Sin remedio tuvo que viajar a través del océano, acompañado de un señor que hacía demasiados años se había vuelto un desconocido. Papá intentó ser amable e interesarse por sus gustos y aficiones, pero él no tenía ninguna intención en dejarse conocer. Total, solo iban a ser dos meses antes de que regresase a Chile. No había porque acostumbrarse a nada.

La casa, en las afueras de Madrid, era el doble de grande que la que poseían en Santiago. No pudo evitar abrir la boca asombrado cuando pasaron cerca de una enorme piscina interior.

- ¿Sabes nadar? – preguntó papa.

- Obvio.

Y entonces apareció la esposa de papá. La otra culpable de que su vida fuese un asco. De que su madre ya no pudiese ser su madre. Era absolutamente hermosa y le sonreía directamente a él, como si realmente estuviese alegre por verle. Pero eso no era posible.

- ¡Por fin llegáis! ¡Bienvenido Valerio! ¿Quieres que te muestre tu cuarto? Lo hemos decorado con Lu.

Le cogió de la mano y la sintió tan cálida que durante un segundo pensó que podría acostumbrarse a ello.

Sin soltarle, subieron las amplias escaleras de mármol para llegar a la segunda planta y detenerse ante una puerta entreabierta de madera. La empujaron y la habitación que vio dentro le agradó en sobremanera. Era más grande que la suya y entraba mucha luz por la ventana, iluminando cada rincón, lleno de juguetes y libros.

- ¡Ya llegaron!

La voz infantil de una niña le inundó los oídos y se giró lentamente para observar que en el marco de la puerta le miraba un nuevo par de ojos. Unos ojos tan lindos que una corriente eléctrica recorrió su espalda. Tenía el pelo largo, recogido en una coleta sujeta por un lazo y entre sus brazos sostenía un osito, muy similar al suyo que en un arrebato de ira había tirado a la basura.

Ella pareció entender lo que explicaba su mirada sin hablar y sonriendo se adentró en la habitación hasta detenerse frente a él y tenderle el peluche.

- Te lo puedo prestar, para que te cuide si extrañas tu casa.

Con mano temblorosa lo cogió mientras asentía con la cabeza, incapaz de entender que era lo que estaba ocurriendo y entonces ella saltó a sus brazos y le besó sonoramente en la mejilla dejándole totalmente impactado.

- ¡Siempre quise un hermano! ¡Estoy tan feliz de que estés aquí, Val!

No fue capaz de devolverle el abrazo, pero por primera vez en su vida no se sintió enfadado. 

Y supo que ya no había vuelta atrás.

PLUMA, LÁPIZ Y VENENOWhere stories live. Discover now