Capítulo 2: La virtud

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Largura de días está en su mano derecha;

En su izquierda, riquezas y honra.

Proverbios 3:16

No volví a escuchar que el sujeto me atacara, ni siquiera sus pasos. Aunque quizás estaba demasiado concentrada en el camino que surgía de la oscuridad, como por arte de magia.

Las raíces aparecían de la nada, puntiagudas y alzadas, cuando el haz de luz pasaba sobre ellas.

No dejé de correr hasta que me dolieron las piernas. Entonces, bajé la velocidad y empecé a caminar con la respiración agitada, con el corazón en una mano y la lámpara en la otra.

Aquel Bosque —decian en el pueblo de donde yo vengo— es como una habitación oscura donde estás solo, al menos, hasta que descubres a alguien escondido bajo la cama o entre las cortinas. Son cosas inciertas y extrañas. He escuchado personas grandes relatando el terror que les sobrevenia de solo imaginarse explorando un mundo tan oscuro, yo no me enorgullezco de decir que nada me da miedo... Bueno, salvo los tiburones, desde que está prohibido nadar y eso...

Pero supongo que se debe a que yo tengo una lámpara, y ellos no.

Por fin me detuve. Me entraba frío por el pantalón roto. Presté más atención. Nadie me seguía, quiza lo había perdido. Además, puede que ese sujeto no salga vivo después de tratar con el mimo, incluso con ese poder de fuego.

Cuando conseguí regular mis latidos, me apresuré en tantear los bordes de la lámpara, no tenía ningún interés en seguir explorando.

Rapidamente encontré la perilla de una ventanita, desde donde se podía contemplar el fuego que le daba vida a la lámpara. Un fuego pequeño y muy rojo. Estaba protegido tras un cristal amarillento, que me devolvió la mirada en mi propio reflejo. Me saqué el pelo de la cara. La trenza perfecta que había logrado antes de salir del poblado se había deshecho y el pelo se me escapaba por todos lados. No tendrá estilo, pero a mi me gusta cómo se ve.

Abrí la ventanita, dejé el fuego expuesto. Enseguida dos chispas se escaparon, llevadas por el oxígeno repentino. Dieron una vuelta, bailando y precipitándose entre sí, para aterrizar con suavidad a un costado del sendero, una adelante de la otra. Sin más remedio, las seguí.

Más chispas de fuego descendieron, una a una, entre los árboles. Se apoyaron sobre las raíces.

Separados del sendero los árboles se amontonaban unos con otros. Demasiadas ardillas habrían perdido la memoria entre esas ramas. Las raíces se espiralaban, incapaces de ocupar todas el mismo espacio físico, había puntos donde no había un suelo donde pisar, sino solo bulbos pegajosos. Escatime en pisadas, pero la lámpara no lo hizo en chispas. Tantos árboles como estrellas en el cielo.

Poco a poco las raíces se distanciaron. Entre las más bajas crecían una suerte de hongos cabezones, pero ya te digo, en un lugar así un hongo venenoso subespecie de una serpiente constrictora no sería lo más extraño ni lo más difícil de encontrar.

Yo digo. Los hongos ya eran cosas misteriosas en el mundo de la luz; cada vez que veiamos uno plantado a los pies de un árbol, mi tutora me agarraba fuerte del brazo (hasta dejar marca) y me movía a un costado. No me imagino qué tendrán de tan peligrosos, pero tampoco quiero averiguarlo. Cuando los pisaba, salía espuma y agua sucia. Y parecía que chillaban.

«Chillar» algunas personas se agarrarían la cabeza si me escuchaban usar esa expresión para hablar de unos hongos. Según ellos, hay que diferenciar las criaturas de las personas. Yo pienso que algunas bestias se colaron entre los humanos. Tal vez yo sea una de esas, tal vez cuando cumpla la mayoría de edad me salgan alas y patas de gallo, o cola de gato, o una trompa. Sería perfecto, a pesar de que todos digan que los animales representan las pesadillas.

Sendero de guijarros: Vestigios de una batalla campalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora