Capítulo 5

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La lanza cogió más y más velocidad conforme iba descendiendo. A punto de impactar con el animal, el halo onírico que envolvía su vuelo se resquebrajó y el caballero tensó sus músculos de forma refleja, como tantas veces había hecho, ante la inminencia de la contienda, sólo que esta vez una densa nube de incertidumbre se cernía sobre sus pensamientos. Toda su vida había estado dedicada al combate y a la oración, pero no sabía qué esperar de aquel ser retorcido. Su sola naturaleza de animal ya le hacía impredecible, pero, ¿Era aquello siquiera un animal? ¿O era un ente sacrílego escupido directamente del infierno? ¿Eran escamas eso que recubría su cuerpo, o eran sedimentos de pura maldad? ¿Sería fuego aquello que expulsaría? ¿O sería la destilación alquímica de un torbellino de odio e ira en su estado más primal, destinado a consumir el alma a la vez que el cuerpo?

Sea como fuere, ya no había tiempo para más elucubraciones. La lanza llegó a su destino.

Las pupilas del caballero centellearon reflejando el fuego. No podía haber imaginado un despertar más violento. La lanza había arañado la mejilla del dragón en un punto muy sensible cerca de su ojo, y, continuando su descenso, el asta se había atascado entre los cuernos que protegían la parte baja de su mandíbula. El dolor tenía que haber sido agudo, pues arrancó a la bestia de su sueño con un alarido y un río de llamas que estremecieron la caverna entera. Pero esa fugaz llamarada también descubrió algo que hizo que las piernas del caballero dejaran de sostenerle por un momento, haciéndole hincar sus rodilleras contra la desnuda piedra.

Por supuesto que más caballeros habían respondido a la llamada de auxilio. Muchos más. Y la madriguera del dragón estaba sembrada de los restos de sus armaduras, con sus reflejos metálicos camuflados entre la húmeda roca gracias al amparo de la penumbra.

Aquellos emisarios le habían mentido para atraerle a este lugar.

El caballero sintió una punzada de dolor en lo más profundo de su corazón, y su ánimo se nubló. Estaba solo en esta anónima caverna de un país extraño, enfrentándose a un heraldo de los infiernos con sus limitaciones de simple mortal, pero lo hacía de buen grado porque sabía en su interior que era su deber en este mundo blandir su espada en defensa de los débiles y los justos. Pero aquellos que él creía débiles, aquellos que él creía justos, habían usado de las más bajas artes para embaucarle despreciando su vida, esa vida que estaba dispuesto a entregar en beneficio y provecho de esa gente sin honor.

El caballero se sintió traicionado, pero no sólo por esos emisarios que le habían escupido sus mentiras a la cara sin ningún escrúpulo para mantenerle ignorante y maleable, o por el posadero, el mozo de cuadra, o los aldeanos, que le habían estado sirviendo su comida, preparando su caballo, o respondiendo sus preguntas siempre con la mirada gacha, sabiéndose cómplices del ardid que le había traído aquí y que podía costarle la vida, como a tantos otros antes que él, engañados de la misma manera. Se sentía traicionado también por todo el género humano. Este pueblo era un mero ejemplo de todo lo que andaba mal en el alma humana, de todo el egoísmo y la mezquindad de los que era capaz el hombre.

En la soledad de ese agujero que apestaba a muerte y azufre, al caballero le fallaron las fuerzas y la convicción. En aquel momento no podía estar más indefenso ante el dragón. Por suerte para él, la criatura seguía chillando y girando sobre sí mismo, en un intento de arrancar con su pata trasera la molesta lanza que había abierto su mejilla, todavía encajada en su mandíbula. El caballero le observó, y una ráfaga de imágenes terribles irrumpieron en su mente. Vio los tiernos miembros de su hijo el menor asomando desgarrados entre unos colmillos amarillentos, y su sangre inocente regando una carnosa lengua. Vio el rostro angelical de su esposa devolverle una mirada inerte bajo una enorme zarpa, aplastada contra la tierra como una ajada muñeca de madera abandonada en un barrizal. Vio a su pueblo entero en llamas, carnes de diferentes generaciones abrasándose vivas, y un humo denso oscureciendo sus tierras.

Ese cuadro que percibía tan lúcido en su mente fue suficiente para convencerle de que esta empresa iba más allá de un mero interés local. No había manera de saber si había sido Dios quien le había enviado esos pensamientos para mostrarle la importancia de su tarea, o el Diablo para destruir su ánimo, pero lo mismo daba, su resolución no podía ser más firme: se enfrentaría a aquel monstruo de las profundidades. A todos los lacayos del Averno, si era necesario.

El dragón arrancó el objeto encajado en su mandíbula con un graznido, y comenzó a mirar a su alrededor encendido en furia. El caballero se incorporó poco a poco, con el alma henchida, comprendiendo que no hacía esto por un puñado de cobardes e ingratos. Lo hacía por su familia, por su gente, por su especie. Lo hacía por todo lo que era bueno y puro en este mundo. La nueva dimensión de su cruzada desbordó de coraje su espíritu. Ya no era un simple caballero, era un guerrero de Dios.

Cuando las pupilas del dragón se clavaron en él, su voluntad se mantuvo firme como una columna de granito. Su cuerpo no se estremeció, sus rodillas no temblaron, su respiración no perdió su profundidad. Sabía que algo mucho más grande que él estaba guiando sus pasos, o hacia la victoria, o hacia la Vida Eterna.

Hombre y bestia se escudriñaron la mirada envueltos en esa particular atmósfera de gases nocivos, aromas pesados, y reflejos confusos. De repente, el caballero rompió el momento bajándose la careta del casco con brusquedad, sabiendo que la criatura entendería aquel desafío. Sin darse tiempo a saborear el momentáneo desconcierto del monstruo, en el umbral de aquella madriguera, el caballero desenvainó su espada profiriendo un grito de guerra que resonó en toda la caverna, y que cubrió los pensamientos de la criatura con un velo de enajenación asesina. 

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