Capítulo 6

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El dragón emprendió su carrera hacia el caballero con tanto ansia que sus atropelladas patas resbalaron sobre el lecho de rocas y latón, haciéndole caer de bruces. El caballero observó cómo se incorporaba como una exhalación y reanudaba su persecución entre rugidos de intimidación. Calculó la velocidad del dragón, y en el momento preciso emprendió su propia carrera hacia la salida de la cueva.

El último momento en que el caballero pudo discernir con claridad el rumbo de los acontecimientos fue el breve tiempo que estuvo esperando, lanza en mano, a que el dragón apareciera por la boca de la madriguera. Nada más asomar su monstruoso cuerpo, el caballero descargó el segundo proyectil, y sin comprobar si había hecho blanco o si las picas que había apostado como trampa habían cumplido su cometido, reanudó su carrera hacia la segunda parada.

La armadura y los gruesos ropajes protectores que vestía debajo de ella dificultaban sus movimientos y añadían un esfuerzo extra del que hubiera deseado verse libre. El retumbar de las pisadas que le perseguían, el ruido de sus propios jadeos, el temblor del suelo bajo sus pies, y la violenta oscilación de su casco, volvían la escena que sus ojos presenciaban desde detrás de la careta, frenética e imprecisa. No sabía a qué altura estaba del túnel. No sabía si había corrido mucho o poco. No sabía cuánto le faltaba para llegar a la segunda parada, o si ya la había pasado de largo. Miró en todas direcciones en busca de algún fragmento de cueva que pudiera reconocer como referencia y de repente vio la pica de metal y las armas.

Sin volver la vista atrás en ningún momento para comprobar a qué distancia le seguía el dragón, se tiró al suelo y cogió un arma que él mismo había mandado construir: dos bolas de acero coronadas con largos pinchos y unidas por una corta cadena. El arma estaba diseñada para ser engullida por la criatura y desgarrar su garganta y sus entrañas desde el interior, pero el sobreexcitado instinto de supervivencia del caballero le hizo lanzar el objeto sin detenerse a esperar el momento perfecto en el que las fauces del monstruo se le hubieran ofrecido de par en par, y arrojó el arma sin apenas apuntar. A pesar de no cumplir con su objetivo, las afiladas púas de una de las bolas se clavaron en uno de los agujeros nasales de esa monstruosa bestia. En respuesta a ese aguijón inesperado, el dragón se irguió profiriendo un chillido tan penetrante que provocó el desprendimiento de algunas rocas a lo largo del túnel. Ese preciso momento aprovechó el caballero para coger el escudo que había dejado apoyado en la pared, empuñar otra pica coronada con una barroca punta de lanza, y abalanzarse hacia el corazón de ese demonio. Pero sólo fue para comprobar que la escamosa piel del dragón, incluso en esa zona menos blindada, era tan recia y gruesa que con todo su impulso tan sólo pudo apuñalar la carne más superficial, sin amenazar ningún órgano vital de la criatura. A pesar de ello, la lanzada en el pecho del dragón produjo casi al instante una reacción refleja, y el ala plegada de la criatura golpeó al caballero arrojándole con brutalidad contra la pared del túnel.

El caballero quedó tendido en el suelo, desprendido de casco y escudo, luchando por levantarse, viendo neblinosas imágenes y escuchando lejanos sonidos submarinos. Probablemente la armadura, junto con todas las gruesas capas de indumentaria protectora debajo de ella, habían evitado que su cuerpo se convirtiera en un saco de huesos rotos, pero el impacto de su espalda contra la piedra había sido tan potente que parecía haber paralizado sus pulmones, y ni el más leve hilo de aire era capaz de circular por su garganta en ninguno de los dos sentidos. El dragón, que se retorcía intentando zafarse de las dos últimas armas ensartadas en su cuerpo, era ahora la segunda de sus preocupaciones. Respirar era la primera. Aunque el golpe principal había sido en la espalda, señales de dolor agudo le llegaban del cuello, las extremidades, y, sobre todo, del pecho. Sus ojos estaban tan desorbitados en la agonía, que parecía que intentara tragar aire a través de ellos. Sus espasmos y bocanadas de pez moribundo resultaban infructuosas, y el rostro empezó a teñírsele primero de rojo, y luego de púrpura. Las sacudidas de su cuerpo empezaron a ser cada vez más rápidas y sus pupilas comenzaron a dirigirse, sin que el caballero pudiera ejercer ningún control sobre ellas, hacia el cielo, buscando ya a Dios.

En una última y violenta convulsión, el caballero sintió como si explotara una burbuja en su interior, y por su boca y nariz salió expulsado un vómito de sangre mezclado con jirones de un tejido grisáceo. En ese momento, volvió a sentir una agradable sensación que ya creía perdida para siempre: la del aire corriendo libre por su garganta. Se sonó la nariz con una mano temblorosa, y tosió y escupió unas cuantas veces para liberar sus conductos de coágulos rezagados. Sentía en su boca un sabor acre y amargo, como si alguien le hubiera forzado a comer un plato de sus propias entrañas. Pero era un bajo precio a pagar por seguir con vida.

No pudo detenerse a saborear la sensación. La colosal cabeza del dragón, goteando sangre por la nariz y por la mejilla, se había girado al oír la tos que había devuelto a la vida al caballero, y se abalanzó hacia él con los ojos inflamados en rabia. El caballero recuperó el escudo justo a tiempo para evitar que la dentellada de la bestia le arrancara el brazo y con él la mitad del tronco. En su lugar, su hocico se detuvo en la chapa del largo escudo. Hombre y monstruo forcejearon ante él. El dragón intentaba con fauces y zarpas hacer presa del molesto conejillo que se escondía tras esa cubierta. El caballero apenas podía resistir los brutales embistes del monstruo. Las dentelladas que se estrellaban contra el latón de su sólido pavés le arrojaban contra la pared de roca, la fuerza de los zarpazos de esas titánicas alas aún plegadas abollaba la superficie y le hacía perder momentáneamente el asidero de sus enarmas, dejándole desprotegido hasta que volvía a colocarlo frente a él. No podría aguantar ese asedio mucho más, pero estaba acorralado. Sólo era cuestión de tiempo que la criatura acertara con sus bocados o sus garras sobre tejido blando, y entonces la historia habría acabado, su anónima armadura pasaría a formar parte del mobiliario de esa pútrida madriguera. Aunque no tuviera muchas oportunidades de sobrevivir, tenía que tomar la iniciativa, tenía que deshacerse de la emboscada en la que el dragón le tenía atrapado, y la única manera de hacerlo parecía lanzarse a la carrera sin preocuparse por defenderse de los ataques de la bestia, rogando a las alturas para que cuando fuera alcanzado, no lo fuera de una manera definitiva. 

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