Capítulo 8

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Jamás había presenciado algo tan bello. Las tímidas nieblas que se formaban en la garganta del dragón, iluminadas por azules, amarillos y violetas que no eran de este mundo, llenaban el alma del caballero de una paz y un anhelo que parecían arrastrarle fuera de su cuerpo. Quería tocar esa luz. Quería vivir en esa luz. Para siempre. Si no fuera porque la estaba gestando una criatura infame animada por la maldad pura, diría que estaba vislumbrando el mismísimo Cielo de los Justos a través del ojo de una cerradura.

Quizá ese era el secreto de todo. Quizá esa era la solución a la batalla que se venía librando desde antes de que existiera el Mundo. El Bien y el Mal no existían. Sólo existía la Luz. Esa Luz. La Luz era el origen de todo. La Luz hinchaba el alma de los hombres y les daba alas para sobrepasar los límites de su naturaleza animal. Pero la capacidad de volar también trae consigo el miedo a caer. Y quizá lo que llamamos Mal no sea otra fuerza primal opuesta a la Luz, sino un cúmulo de reacciones desesperadas provocadas por la visión del abismo que se abre bajo nuestros pies, y la resistencia febril a esa Luz que nos empuja a volar sobre él. No existe fuerza Destructora en el Universo, tan sólo Creadora. La destrucción es sólo una elección.

Hace incontables eones, y por la causa que fuera, un magnífico ente portador de esa Luz creadora tomó esa elección, y el paso del tiempo llevó a su cada vez más decadente espíritu a recubrirse de pestilencia, a vestirse de formas retorcidas sobre carnes infectas, a respirar odio. Así nació el primer dragón. Y desde entonces su maldita descendencia ha estado atormentando el mundo de los hombres con avidez, devorando su terror, sorbiendo su desgracia. Eructando satisfecha su desesperación mientras defeca sobre sus plegarias.

Una discreta metamorfosis hizo que la Luz celestial que tenía preso el espíritu del caballero se transformara en un simple destello de propiedades y colores terrenales. Esto arrancó al guerrero del plano onírico donde su conciencia había estado flotando como dormida, y le arrojó de vuelta a la encarnizada batalla. Su voluntad volvió a él justo a tiempo, pues en una arcada que convulsionó todo su viscoso cuerpo, el dragón liberó un torrente de destructoras llamas sobre aquel conejillo molesto que se resguardaba inútilmente tras una corteza de árbol chapada.

Nada podría haber preparado al caballero para esto. Ni un millar de asedios bajo avalanchas de pez ardiendo, ni despertarse en medio de un lecho envuelto en llamas. Desde el primer momento el caballero se dio cuenta de que ese fuego no era como ningún otro al que se hubiera enfrentado. En nada más que un parpadeo se vio envuelto por una luz cegadora que cubrió de blanco todo lo que no estaba tapado por el dorso de su escudo. Sus ojos encharcados en lágrimas ya no alcanzaban a ver nada fuera de los límites que marcaba su pavés. Sólo sabía dónde estaba el suelo porque lo sentía bajo él, y una de las paredes de la gruta porque estaba siendo empujado hacia ella. La fuerza de ese aliento amenazaba con aplastar su anatomía de simple mortal entre las rocas y su propio escudo. Era como intentar parar el lento pero inexorable avance de un galeón atracando en puerto. Tuvo que ayudarse de los dos brazos, el hombro, y la rodilla que no estaba hincada en tierra para poder resistir a duras penas el embiste de aquel río de fuego.

Pero la ceguera y el aplastamiento no eran nada en comparación con el calor.

En escasos segundos el Universo pareció darse la vuelta y haber sido tragado por el Infierno. Sin dar tiempo a que el caballero reaccionara, la piel de su cara y de su cuello, que eran las únicas partes que no estaban envueltas en gruesos tejidos protectores, se sintieron zambullir en un río de lava, a pesar de que su castigado pavés todavía impedía que las llamas alcanzaran su cuerpo directamente. Sentir su piel ardiendo le hizo alejar el rostro, apretar los párpados, y liberar un alarido, amalgama de agonía y agallas. En el mismo momento que se extinguió su grito, su lengua y su garganta se llenaron de la misma lava candente, y poco después sus fosas nasales y sus ojos. Sentía abrasarse sus entrañas a cada bocanada de aire que estaba obligado a engullir para mantenerse con vida.

Sabía que le separaban escasos segundos de morir asfixiado. Y no era sólo eso. A pesar del poco tiempo transcurrido, su escudo había alcanzado tal temperatura que empezaba a abrasar las partes de su cuerpo que lo sostenían. El dolor era mayor de lo que un ser humano estaba preparado para soportar, e iba en aumento. Todos sus instintos de supervivencia le chillaban que dejara caer ese escudo, por lo que más quisiera. Un brazo entero, la palma de la otra mano, y una rodilla, se cubrieron de ampollas que reventaron en escasos segundos. Debajo de todo ese dolor inhumano, el caballero podía sentir cómo su piel se disolvía y resbalaba como cera caliente debajo de las piezas de armadura y del cuero protector. Si la asfixia no le mataba pronto, se desmayaría a causa del dolor, lo que en esa situación equivaldría a morir. No disponía de tiempo para pensar ni su mente era capaz de hacerlo. Pero desde algún recóndito lugar de su espíritu le asaltó la idea de que si iba a morir, se aseguraría de que la muerte lo reclamara cabalgando hacia adelante y blandiendo su espada.

El caballero ya había empezado su tranquila marcha por el pasillo que pasa de este mundo al siguiente. Una luz le reclamaba al final de éste, pero sus ojos en el plano mortal no eran capaces de ver nada, ni siquiera sabía si los tenía abiertos o cerrados. Ni siquiera estaba seguro de que la batalla se siguiera desencadenando en el plano terrenal, pues le embargó la sensación de estar flotando en vez de apoyado en el suelo. El dragón, las llamas, y él mismo eran tres elementos girando en el vacío luminoso de un Universo desconocido sin leyes cardinales, condenados a atraerse por toda la eternidad por la regla los opuestos. El dolor también había mutado. Lo percibía de otra manera, como un eco espiritual de su dolor físico, como si sintiera el dolor de otra persona, solo que la otra persona era él mismo. Debía darse prisa, su andar por la pasarela del otro mundo le había llevado ya a mitad de camino. Si quería cruzar sus puertas con la cabeza alta y su espíritu en paz, tenía que actuar ahora.

Arrojó su escudo a un lado y su cuerpo al otro sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación. Las llamas le lamieron fugazmente antes de poder salirse de su curso. No pensaba. Percibía imágenes y sensaciones confusas. Se lanzó hacia el cuerpo erguido del dragón sin saber realmente si era su propia voluntad la que le empujaba. En su total enajenación ni siquiera se acordó de usar su espada. Tan sólo cargó contra el monstruo con su cuerpo, como si sus músculos de conejito fueran suficientes para tumbar esa robusta torre de maldad. El choque contra el pecho del dragón fue como dar contra un árbol, pero, por alguna razón, el monstruo cesó de vomitar fuego, y retrocedió como herido ante el impacto. El caballero, sorprendido por esta inesperada efectividad, continuó durante unos segundos tratando de tumbar a la criatura, antes de darse cuenta de qué era lo que realmente estaba ocurriendo. La única razón por la que sus esfuerzos parecían surtir algún efecto era porque, en medio de sus inútiles forcejeos, de vez en cuando tocaba con su cadera la lanza rota que sobresalía del pecho del dragón con la que momentos antes había intentado ensartar el corazón de la bestia. Sin perder un segundo, cogió espacio y propinó una dura patada a la lanza que hizo que se hundiera esta vez por completo. El bramido del dragón sacudió la caverna de nuevo, y al instante después, el caballero se encontraba de nuevo contra una pared, lejos de la bestia, con la mirada empañada y respirando con dificultad. 

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