CAPÍTULO CINCO.

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Nunca en mi vida habia sentido tanto odio hacía una persona. Ni tanta impotencia ante una situación. En los viejos tiempos habría saltado sobre la Señora Mcqueen, y al menos le habría roto su nariz y partido sus labios por la mitad. Pero ahora solo tengo que limitarme a ponerme mis zapatos negros que tengo guardados bajo de la cama y me dispongo a salir de la habitación.


Es muy fácil perderse en esta casa. Tan solo en la planta alta he contado al menos veintitrés puertas de madera y siete pasillos, antes de llegar a las escaleras. A la mayoria de esas puertas no puedo acceder, pero en ocasiones suelo preguntarme que hay detrás de todas ellas. Sobre todo aquellas a las que no puedo entrar. Pero a decir verdad, espero nunca saberlo.


Al bajar a la planta principal me envuelve el holor a canela y a panquecitos recien horneados. Me dirigo a la cocina y me encuentro con La Martha de Mcqueen. Como todas las Marthas lleva un vestido verde metalico y un delantal blanco. Tiene la piel oscura, tiene los ojos grandes y tristes. A las Marthas solo se les encomienda las actividades de la cocina y limpieza. Diría que no les va tan mal, si no fuera por la gran cicatriz que le cubre casi la mitad de su rostro. Evito preguntarme que habrá hecho mal para merecerlo, pero se que no fue nada bueno.


-Bendito sea el fruto, Bett. - dice tan pronto estoy a su lado. Me pasa la canasta de mimbre en las manos.


-Que el señor madure- respondo.


Este, como otros más, es un saludo habitual que debe hacerse siempre. Cuando se saluda, y cuando se despide. Al inicio no tenía mucho sentido, pero ahora si que lo he encontrado.


- Hoy el General quiere manzanas rojas para la cena.- dice, mientras pone una sartén en la estufa y revuelve unos huevos con verduras.- También me encargó que trajeras naranjas, pan de ajo y cabezas de pollo para la cena.

- No podrán darme todo eso, junto.- respondo- Sabes que solo nos tienen permitido tomar un solo producto por día.


Desde mi llegada las cosas han sido terribles no solo por las jerarquias y tratos. Los alimentos son escasos, aunque suelen llamarle al termino como sagrados. Algunas familias solo tienen permitido entrar al Centro una ves a la semana. Las menos afortunadas solo una ves al mes. Yo como le pertenezco al General, tengo permitido ir dia a día. Robert es la mano derecha del Director de La sociedad, y serlo tiene sus beneficios.


-¿Que te he dicho, Bett?- se detiene y me clava los ojos en la cara. - No tienes que preguntar o dialogar nada. Solo debes decir Si o No.

No lo tomo nada personal. Muy en el fondo sé que ella esta sufriendo también. Nadie podria ser feliz con un puesto como suyo, o peor, como el mio.


-Si, Martha. Lo siento mucho.- Tomo la canasta, doy media vuelta y justo cuando estoy apunto de abandonar la cocina, Martha me detiene.


-Se me olvidaba algo. La Señora Mcqueen me encargo que lleves contigo. - Del bolsillo de su delantal saca lo que parece un pequeño cofre de cobre y lo coloca en los de mi vestido. Es pequeño y ligero. Como traer una llave. - Debes de entregarle esto a la Tía del Centro. Pero debes tener cuidado. Nadie, escuchame bien Bett, nadie debe ver que es lo que le estás entregando.


-¿Qué es lo que tiene adentro?


-Eso es algo que no te importa. Tu único deber es ir al Centro, comprar lo que te pedí, y entregarle el cofre a la Tía. ¿Al caso tengo que volver a repetirlo? Anda muevete. O la señora estará furiosa.


Regresa a sus actividades sin agregar nada más. Sobre la tela presiono el cofre que tengo en el bolsillo. ¿Que será lo que hay en él? ¿Una yoja? ¿Dinero, tal ves?

Supiro y dejo el tema a un lado. Decido que no es algo relevante.


Me pongo mi sombrero para cubrirme del sol, camino por el pasillo hasta llegar a la puerta principal, la abro y por fin puedo respirar aire otra vez.

El Cuento De La CriadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora