29. Rafael: Por los cambios

379 54 118
                                    

Porque son los de sangre fría los que más ansían el calor.

Rafael

Apenas terminé de formular mi pregunta, la señora Margaret me miró ofendida, apoyándose en el respalda de la silla y entrecerrando los ojos. Ella posiblemente pensaría que alguien como yo no tendría derecho a decir algo así, pero estaba dispuesto a meterme en el mismo saco.

—En primera —habló por fin. Haciéndose trizas la inmediata cercanía que dispuso en un principio. Para cagarla llámenme—, puede ir dejando de tratarme de usted. No le nace y además soy menor que... usted.

—No lo hago con esa inten...

—Y en segunda, yo no tuve nada que ver con que uno de mis hijos esté internado en este sitio —renegó. Y me percaté como su performance soberbio se desdoblaba en frustración—. Todo fue culpa del incompetente de mi exmarido. Yo solo quería que ese imbécil por fin se hiciera cargo de al menos uno de sus hijos. Dejarle en claro que no porque nos divorciáramos me iba a dejar toda la carga. ¿Pero que hizo ese bueno para nada? Poner a mi hijo aquí.

En verdad, no esperaba que fuera ella quién quisiera probarme algo a mí. Rápidamente se disculpó por hablarme de sus problemas y yo no tuve reparos en decirle que no me incomodaba. Y para el tipo de persona que quería aparentar ella ser, todo ese esfuerzo se podría venirse abajo con solo pedir perdón.

—Y lo peor es que solo ese idiota puede deshacer la matrícula, yo no. Encima el muy... —Simuló con las manos un ahorcamiento—... es puntual con los pagos. También traté de hablar con mi hijo, por mensaje de texto ¡pero lo hice ¿bien?! Pero, pareciera que quisiera torturarme insistiendo que quiere quedarse aquí hasta donde su padre diga. ¡Él no era así! ¡Me lo han cambiado! ¡Este sitio me lo ha cambiado!

Resoplé para calmar las tensiones que la señora Margaret me transfería. Sin duda podía identificarme tanto con eso último. Y seguro no seríamos los únicos, pero con uno que entendiera bastaba, al menos de mi parte.

En eso, la mujer sacó de su bolso de cuero una cajetilla de cigarros.

—No, no, no —me alteré, impidiendo con ambas manos que sacara uno del paquete y dirigirlo de vuelta a su cartera —. Señora Margaret, en sitios como este no se debe...

—Ya lo sé —rechistó con el palillo en la boca y se lo quitó de inmediato—. Es mi manera de protestar. Si les jode que me saquen, pero me llevo a mi hijo y la plata que gasta su padre en ello.

Solté una ligera risa ante tamaña lógica. Era tan absurda que podría funcionar, pero al menos ella era más determinada que yo respecto a querer sacarlo. Estaba haciendo algo, en cambio yo, me rendí tan fácil ante las exigencias.

—Créame que la entiendo, en verdad. Si bien yo sí podría quitar la matrícula, algo en particular une a mi hijo y a mí amarrados a este sitio. Antes que pregunte que es, solo me limitaré a decirle que para hacerse cargo de mi hijo no tengo nadie más que el dinero.

Luego de cuestionarme con harta insistencia si no he buscado ya a algún pariente por debajo de las rocas, me preguntó si tenía encendedor, como si no viera bien claro el encendedor rojo transparente que se alojaba en uno de los bolsillos de su morral.

—Me sabrá disculpar, pero yo no fumo de hace años.

—No le he preguntado eso, mi estimado, pero ya que lo menciona... —canturreó—. ¿Por qué, ah? ¿Motivos de salud? O me va a decir usted que es cien por ciento por voluntad propia. Por sus años uno se muere con el cigarro en la boca, imposible querer dejarlo a esas alturas

—Algo así —contesté levantando los hombros con irreverencia—, solo diré que para mí sería mejor alejarme de toda la droga posible. Aunque no se me ocurriría recriminarla así me tirara el humo en la cara. Se nota el buen gusto que tiene hasta en los cigarros. Esa marca de la India es exquisita, o bueno, así la recuerdo.

Mi pecado es amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora