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Encontré una historia, que se durmió creyéndose olvidada en unas nudosas raíces húmedas, en un tronco por fuera carbonizado, por dentro poroso y podrido casi hasta el núcleo, y bajo unas resecas ramas raquíticas cuales patas de cucaracha.

No me la contó nadie, ni siquiera puedo decir que la escuché. Solo sé que llegó a mí de causalidad, sin más relación que tienen unas hojas secas con el pasto en el que caen, por accidente como el viento que se las lleva. Quizá existe una íntima relación entre todas estas cosas, pero yo nunca seré capaz entenderla.

El viento seguirá llevándome historias que no sabré contar, y crecerán en mí como hongos en un tronco hueco. Esta es la única que tengo intención de contar, porque aunque mi narrador es un ser condenado a estar por siempre callado, si algo me enseñó, es que hay un motivo para su perpetuo mutismo.

Hace muchos años, un moribundo ombú, a maliciosos susurros me relató la desventura de un hombre con la misma maldición que la mía. Escuchaba las penas y angustias de los árboles, como cuentos en un libro. Sabía de su pesar, de que latían de la misma forma que un solo ser aun con las grandes distancias, que sentían la agonía de cada uno de sus hermanos más una herida cercana, profunda y latente.

Que conocían la historia del mundo como un sudario que envuelve a un cadáver, y cada vez que perdían en el eterno silencio a un hermano que sucumbía ante la muerte guardaban luto en un profundo letargo que parecía no tener final.

No tenían ojos, y al mismo tiempo tenían más que cualquier criatura que se afanara de poseer la mejor vista. Veían con los ojos de los pajaritos que se posaban en sus ramas para tomar prestada su sombra, oían con las orejas de los conejos que hacían sus madrigueras a sus pies, y olían con el olfato de las ardillas que comían sus bellotas.

Al podrido, como lo llamaban los otros árboles, lo encontré en un terreno abandonado. Alguna vez fue una propiedad bien cuidada y protegida, pero desde la muerte de su dueño, su vegetación crecía despreocupada y salvajemente.

Nadie en el pueblo se metía allí, porque además de supuestas serpientes que podrían estar ocultas en los yuyos altos, se decía que el espíritu de a quien le perteneció la moraba como un guardia.

En ese entonces, era un jovenzuelo de unos 11 años, impertinente y travieso como yo solo. Nunca vi un fantasma, y ya que las estadías en ese apartado lugar no eran muy estimulantes, una tarde me aburrí y me escabullí de los cuidados de mi abuela, para ir a investigar la presunta propiedad maldita.

Según las leyendas urbanas el hombre después de un devastador incendio que consumió toda su casa, se colgó de un árbol medio carcomido también por el siniestro y fue enterrado debajo de él.

Desde pequeño contaba con este secreto, le encontré el gusto y la maña, sabía dónde estaban las historias buenas y donde no. Los árboles de cuidad eran más aburridos que los de aquel lugar, estaban muchas veces atontados por el humo de los coches y sus cortas raíces les impedía mejor conexión con sus iguales, algunos ni siquiera hablaban, olvidaron como hacerlo, me daban una profusa tristeza, y por eso evitaba charlar con ellos. Era lo único que me gustaba de ese pueblo además de la convivencia con mis abuelos, ya que al ser hijo único era muy buena.

Sabía que ese desafortunado árbol tendría una buena historia que contar, y como buen niño morboso y sin pelos en la lengua para hacer preguntas me dirigí allá para conseguir respuestas. Y como siempre, no me equivoqué.

El podridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora