Aquel árbol me contó la historia de un hombre rico y solitario. Debía su fortuna a la tala, producción y venta de madera. Pertenecía a una familia responsable de la deforestación de una enorme cantidad de hectáreas de bosque.
Siendo muy joven, temía caer en la demencia, o peor aún, ser un loco sin remedio que imaginaba voces de seres inanimados como árboles en su cabeza que nadie más podía oír. También por el rotundo silencio que los envolvía cuando su propia sangre los arrancaba de sus raíces, despojaba de sus cortezas, y los convertía en una tabla de madera inerte y sin valor. Se sentía maldito, que expiaba los pecados de su familia, condenado a oír el sufrimiento de aquellos a quienes torturaban. Pasó su infancia siendo un niño atormentado por pesadillas y remordimientos, divido entre el asqueo que le provocaba pensar que compartía parentesco con personas que lucraban con la vida de esos seres tan fascinantes y la encrucijada mental de no saber si lo que oía era real, o síntoma de la locura.
Durante su juventud, se obligaba ignorarlos, pero cada vez que se encontraba con ineptitudes a la hora de buscar esa conexión que tenían los árboles con sus pares, se topaba repetidamente con los típicos obstáculos que eran comunes en los humanos, la codicia, los celos, el egoísmo, los secretos. Ellos no padecían ninguna de esas carencias, y cada vez que tenía que recurrir a su siempre dispuesta compañía en busca de consuelo, se generaba cada vez más arraigaba y más poderosa una idea, de que su lugar no era con mezquinos humanos, sino que su verdadero hogar era con los árboles.
Fue rechazado por su familia cuando decidió anunciar que no seguiría con el negocio. Se dedicó a la compra y venta de propiedades, perdió gran parte de su fortuna e invirtió en causas por el bien ambiental, en pos de calmar su consciencia.
Ese brutal rechazo fue la herida que termino de clavarle en el corazón un profundo desagrado hacia su propia raza. Le asqueaba la humanidad, se avergonzaba de sus obscenos crímenes, y repudiaba su impecable sordera ante la pena de criaturas que no pudieran clamar por piedad. Se volvió un ermitaño, evitaba a toda costa el contacto con otros, y solo pasaba sus días en compañía de sus iguales.
Más que nada en el mundo, deseaba ser como ellos. Ser uno con la tierra y lo que le rodeaba, un ser omnipotente que veía al mundo con mil ojos, puro, sin secretos ni ambiciones. Entonces, pensó en un plan. Al morir, en su testamento incluiría la petición de ser sepultado debajo las raíces de un viejo ombú, que era su favorito entre todos, y así sería como él para la eternidad.
Estaba en paz con ese final, nada le haría más feliz. Pero un día, en unas de sus raras salidas al pueblo, un hombre trató de atropellarlo, y un mes después en la misma travesía por suministros, otro le disparó en un sospechoso intento de robo. Quedó mal herido, y de pronto recibió una visita del amigo de su padre, que le tenía algún afecto, este le advirtió que era posible que sus parientes estuvieran intentando matarlo para conseguir su fortuna antes de que la lapidara totalmente. Su añejo odio renació, fuerte como el sabor de un licor guardado por años.
Decidió que antes de que esas asquerosas personas utilizarán su dinero para sus sórdidos intereses, se quitaría la vida. Escribió en su testamento, que en caso de su muerte, todas sus tierras se convertirían en una reserva natural y su dinero fuera a asociaciones ambientalistas.
Y una noche, despertó con su cuarto envuelto en llamas y por poco no pudo salir de su casa. Cuando con ayuda de sus vecinos pudieron apaciguarlas, estaba consumida casi hasta sus cimientos. Pero lo que más le dolía, era que el fuego había alcanzado a su amigo más preciado, el ombú estaba calcinado hasta por la mitad de su tronco, quemado en sus raíces y carbonizado en sus ramas.
Le partió el corazón escuchar lo aturdido y confuso que estaba su amigo, había perdido gran parte de la conexión que tenía con sus hermanos. Moriría, lenta y silenciosamente igual que todos los árboles.
Frente a esta certeza, el pobre hombre no pudo más con su existencia. No podía vivir y respirar el mismo aire que aquellos seres tan odiosos. Entonces, esa misma noche, tomó una soga, hizo un nudo, y se colgó de aquel quien fue su mejor amigo, esperaba que su cuerpo sin vida le diera fuerzas para sobrevivir un poco más.
No esperaba despertar convertido en lo que siempre quiso ser, era uno con su mejor amigo. Aquel hombre cumplió su sueño.
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El podrido
Short StoryUna historia puede recorrer las entrañas de la tierra, y contaminarla. Esta es la de un niño que escuchaba a los árboles, de un suicidio y de un ombú moribundo. Los árboles no tienen rencores, tampoco secretos, ni pesadillas. Porque los deseos de ve...