IV

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Era obvio que el jardinero no tenía hijos. Si los tuviera, hubiera sabido que cuando le prohíbes a un niño algo, automáticamente lo haces más interesante.

Me preguntó por qué me importaba tanto el podrido, él sabía por las flores que llevaba muchos años muriéndose. Yo le mentí y le dije que los árboles tardaban mucho tiempo en morir, que era un proceso lento, tan solemne como triste y que quería acompañarlo.

La verdad era que, aunque condiciones no le permitía ser el mejor narrador del mundo, me encantaba que me hablara de esas épocas en donde la magia existía y todo el mundo estaba conectado por una red aún mejor que el internet.

El chiste de toda historia es que no hubiera seguido si el protagonista no tomase una insensata decisión, una de que de haber escogido la correcta, este relato no sería más que una anécdota extraña. Pero, todos saben que no fue así, y tienen todo el derecho de juzgar mis decisiones como irresponsables pero yo solo era un niño con más curiosidad que instinto de supervivencia así que espero que también entiendan mi proceder.

Entonces, viendo que mis padres no cambiaban su estrategia de dejarme encerrado hasta que les dijera lo que pasaba, empecé a escapar en las noches por balcón de mi habitación. Aun no entiendo la ridícula coincidencia de que nada me pasó durante esas temerarias escapadas, ni se los dije nunca, pero recuerdo como con los ojos de los árboles, espiaba que nadie me siguiera.

Así pasé mis noches, tratando de descifrar el código que eran las palabras del podrido, que cada vez parecían más difíciles y parecidas al vocabulario humano que otra cosa.

Mi abuela vio con preocupación cómo violáceas ojeras se formaban bajo mis ojos, que dormía gran parte del día, y que comía cada vez más poco. El día se volvió noche, y noche mis días, los niños no son animales nocturnos, y al igual que cualquier criatura que se la expone a un cambio de horario que no es el natural, mi mente empezó a embotarse como una masa flexible y moldeable, lista para la manipulación.

Aun hoy, si tratara de recordar lo que sucedía en esas largas noches de desvelo, me sería imposible. Esas semanas pasaron como un nubarrón negro y nubloso en mi memoria, que todavía no puedo recobrar.

El horizonte se perdió, ya ni recordaba porqué visitaba aquel ombú. De vez en cuando, experimentaba esporádicos lapsos de repentina consciencia en los que me encontraba parado frente a él, tratando de recordar como llegué allí y porqué. Por qué no estaba en mi cama durmiendo como todo niño, a veces quería en la merienda cuando mi abuela me expresaba con extremo cariño y ternura los más dulces cuidados, romper a llorar en su regazo y decirle que un viejo árbol me robo la voluntad y que no sabía cómo escapar de esa situación. Pero no podía, era como si hubiese echado raíces en la silla de la cocina y las palabras fallecieran en un garganta apenas las pensaba, y me quedaba ahí, respondiendo monosílabos quedos y con la vista perdida en el campo desvaído que era el terreno donde reposaba el podrido, mientras aquella amorosa anciana me observaba con angustia.

Pero por fortuna, aun poseía un fiel aliado que no me perdía la pista. Intento no pensar en qué hubiera sido de mí si un entrometido jardinero se hubiera dado por satisfecho a la primera negativa. Las dos veces por semana que venía a cortar el pasto, podar los arbustos y regar las plantas, me perseguía desde que bajaba de mi balcón hasta que subía por el árbol junto a él antes de que amaneciera. Supongo que pensaba que mantenía mi palabra sobre estar al momento del deceso de mi amigo. Él mismo me dijo tiempo después, que trató de hablar una vez con esté, pero no contestó. El permaneció como un silencioso custodio, que solo observaba mis vigilias, hasta que una noche algo pasó.

Me había bajado de las ramas del podrido y empezaba a dar unos cuantos pasos alejándome de él, cuando escuché el cantar un pajarito, sus aleteos, un choque, un quejido y un golpe seco. Me giré con lentitud hacia el árbol, y vi que sobre sus raíces yacía el cuerpo agonizante de aquella ave. Sacudía sus alas espantosamente, con el cuello torcido. Turbado, traté de racionar porqué esa ave que hace un momento sobrevolaba mi cabeza elegante y feliz como solo su especie sabía hacerlo, iba a estrellarse apropósito contra el tronco de un árbol. Miré al podrido, un estremecimiento me sobrecogió de pies a cabeza y salí corriendo, sin mirar atrás con los ojos llenos de lágrimas.

Aquella mañana, el jardinero no me siguió hasta mi casa. Si no que se quedó, estupefacto, mirando como una presa era devorada por un cruel depredador. La tierra que alojaba las raíces de aquello que tenía forma y apariencia de un inofensivo árbol se removió hambrienta y ansiosa de alimento, y absorbió el cadáver como líquido una esponja. Dejando sobre su la superficie un esqueleto blanco sin un rastro de carne o plumas.

En ese momento, mientras trataba de contener las náuseas, aquel buen hombre se determinó a no volver dejarme ir de nuevo con esa bestia disfrazada. Les informó a mis abuelos de mis aventuras nocturnas y mi balcón quedó sellado por una reja con llave, como también mi puerta en las noches.

Recuerdo haber experimentado un angustioso alivio. Me sentía tan ansioso como tranquilo. Paseaba por mi habitación en las noches, sin poder conciliar el sueño, y en mis ojos solo veía aquel paraje que era el hogar del maldito. Pero poco a poco, el veneno de su control salió de mi sistema, o eso creía, volvía a poder dormir como un angelito en las noches, profundo como un tronco, mis amigos árboles me recibieron de vuelta, felices de mi regreso, y por fin pensé que todo había acabado.

Nada más lejos de la realidad.

Como los mejores depredadores, que juegan un rato con su presa cansándola hasta el desvanecimiento, el podrido me dio ventaja, un pequeño descanso, tan hondo y deseado que me dejaba a su absoluta merced.

Mis abuelos, ante mi mejoría, decidieron suspender mi cuarentena. Eran personas mayores y a veces yo me avergonzaba de tener que despertarlos a los gritos porque quería ir al baño. Y mi cazador encontró la oportunidad perfecta.

Lo que más me inquieta de todo esto es que, a diferencia de los días anteriores, fui consciente de todos y cada uno de mis pasos. Desde que me levanté de mi cama, al cuarto de mis abuelos que ni se inmutaron por sus problemas de audición, de que tome la llave de la puerta principal, una soga para atar cosas al techo del auto de mi abuelo que estaba en el garaje y descalzo, sin más protección de la fría brisa de la noche que una remera que me quedaba grande y mi ropa interior de Spider-man, camine por las calles hacia el mismo destino que pensaba esa tarde, que nunca volvería a recorrer.

El cuarto del jardinero quedaba a la otra punta de la casa lejos de mi cuarto, el de mis abuelos y la entrada principal, por lo que él tampoco escuchó nada. Él me dijo que lo despertaron las suaves voces de las rosas que hay en el jardín, que eran más un arrullo que una voz de alarma, por eso cuando despertó de lo que pensaba que era un sueño en el que se habían metido sus traviesas amigas las rosas, lo hizo lenta y suavemente, y mientras bostezaba frotaba sus ojos dispuesto a dormir de nuevo, contempló un árbol que estaba junto a su ventana y le preguntó por mí.

Los árboles no te dicen nada a menos que se los preguntes. Ese árbol le dijo donde me dirigía y apresurado, el jardinero se puso unos pantalones, tomó su tijera para podar y corriendo, se fue siguiéndome.

Cuando eso pasaba, yo caminaba por el terreno abandonado, y el podrido ya estaba en mi visión. Esa noche parecía sacado de un libro de cuentos de terror para niños, la tierra a su alrededor estaba repleta de esqueletos y cadáveres de pájaros en su mayoría pero también creo de algún gato o conejo.

Caminé sobre ellos como si fuera un día más que venía hacerle compañía, y trepé a sus ramas. Todo estaba en completo silencio. Empecé a enroscar la soga en la que parecía más resistente. Yo trataba por dentro de detenerme pero era como querer moverte en un sueño, apenas si lograba que me temblaran un poco los brazos. Mientras hacia el nudo, el jardinero ya llegaba a la calle que era del terreno. Me paré sin titubear, y sin tambalearme sobre la inestable rama, con la soga en mis manos. Cuando la puse alrededor de mi cuello, el hombre jadeando parado a unos metros de mí, me observó horrorizado sobre aquel quien en contra la luz de la luna parecía una tarántula agazapándose sobre la presa que cayó en su telaraña.

Cuando empezó a gritarme que me quitara eso del cuello y bajara de ahí, corriendo hacia mí, un momento después yo ya me había lanzado.

El podridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora