III

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Desde ese día, empecé a ir a ver al podrido todos los días.

En realidad, no disfrutaba mucho de su compañía. La comunicación era muy difícil e intermitente. Pero asistía a nuestras citas con una puntualidad casi religiosa, y de hecho ni siquiera entendía qué hacía ahí la mayoría del tiempo. La situación se parecía a visitar a un compañero de escuela al hospital, no quieres ir porque solo sientes lástima y aburrimiento, pero debes ir igual porque sino sientes culpa.

Llegaba a casa antes del atardecer y me daba cuenta de que la tarde pasó y yo solo me había sentado sobre las ramas de un árbol en silencio. E intentaba no pensar mucho en eso, o me asustaba.

Cuando estaba con él intentando oírlo, el tiempo pasaba denso como la savia resbalando por una corteza. Era como tratar de escuchar los pasos de las hormigas o como crecía el pasto. Un arte dedicado y meticuloso, para el cual no estaba preparado. Pasaba tanto tratando de mantener mi mente en blanco que olvidaba que la voz que murmuraba esas cosas inteligibles no era yo si no él.

Siendo sinceros, yo no tenía el mismo nivel de empatía que ese hombre desgraciado. Era un niño, pocas eran las cosas que me llamaban la atención por mucho tiempo, y ver morir un árbol no era una de ellas. Lo que en verdad me causaba curiosidad era entender como dos consciencias de seres tan diferentes como un árbol y un hombre podían convivir en uno solo.

Tenía pesadillas donde me encontraba atrapado en el cuerpo de un árbol. Sentía a las personas pisar la tierra y la vibración retumbaba en mis oídos, sentía que las termitas se comían mi madera era como si carcomieran el interior de mis venas, y en una ocasión soñé con que una pareja de enamorados tallaban sus iniciales en mí con una navaja. Grité como nunca antes esa noche al despertar. Mis ojos no alcanzaban para ver todo lo que captaban mis sentidos, despertaba tan abrumado y espantado que a veces lo hacía llorando histéricamente o mojando la cama.

Mis padres empezaron a preocuparse. Era de esperarse, y me prohibieron salir sin compañía. Pensaban que alguien me hizo algo horrible y me interrogaron varias veces para que les confesara si me habían hecho algo malo, negué todo e intente hacerles entender que nada me había pasado pero era inútil, ya que, cada vez que me preguntaban por qué tenía esos terrores nocturnos yo me mantenía en el más rotundo silencio.

Esa temporada lejos de mi amigo, fue símil a ser un drogadicto con abstinencia. Lo sentía llamándome en sueños, preguntándose por qué no volvía.

Lo más terrible de todo eso, es que temía hablar con mis más confiables amigos los árboles. Siempre estaban ahí cuando me despertaba de una pesadilla, pero desde que conocí al podrido me daba miedo que se comunicara conmigo a través de ellos.

Una gris tarde, más melancólica que de costumbre, me asomé por el balcón de mi cuarto y acaricié casi con miedo las hojas verdes del árbol junto a mi ventana. Suspiré con tristeza y al voltear me percaté de que el jardinero que recortaba el arbusto de rosas de mi abuela me miraba. Me avergoncé y me metí rápido a dentro.

Al día siguiente me lo encontré otra vez en la cocina. Estaba sentado frente a la mesa, con un vaso de agua fría en la mano, mientras comía una manzana. Me sobresalté sorprendido, pero intentado no perder más mi dignidad, fingí demencia y me dispuse a ignorarlo e ir por mi jugo.

-Tu abuela dice que te has sentido mal estos días.

Su grave voz me hizo dar un respingo como se me hubieran tirado un chorro de agua fría. No esperaba que me hablase y mucho menos de eso. Pero no estaba de humor para conversar con personas que no conocía y emití un leve sonido gutural de afirmación como respuesta.

-¿Se puede saber por qué?

Eso me hizo enojar, mi estabilidad emocional no estaba para ser presumida esos días, y menos para ser cuestionada por un jardinero chismoso. Esa vez no contesté, me limité a tomar el vaso de plástico porque no permitían tomar los de vidrio, servirme de la jarra e iba a retirarme cuando dijo:

-Las rosas dicen que es porque te estuviste juntando con quienes no debías, pero también dicen que estás bien educado así que capaz que mienten.

Eso me hizo parar en seco. Despacio, giré sobre mis pies descalzos, y lo miré antes de preguntar porque pensaba haber oído mal.

­­-¿Las rosas?

-Sí. -Contestó con simpleza, apurando el vaso a sus labios dándole un pequeño trago-. Dicen que siempre sos muy amable cuando les pedís a los árboles que te cuenten cuentos, pero como últimamente te estabas juntando con el podrido estuviste muy callado y como marchito.

En lo poco que conseguía entenderle al podrido muchas veces me contaba sobre una era en donde las personas como yo poblaban la tierra como electricistas, verduleros y abogados. Convivían con su don como si fuera algo común, un conocimiento más como leer y escribir. Y no solo gente que escuchaba árboles, había quienes escuchan a las tormentas, al viento y a las aves, los entendían como a un idioma que solo ellos conocían. En ese tiempo la tierra se escuchaba como una sola cosa viva.

El jardinero oía a las plantas. Y ellas le decían que tenía que alejarme del podrido.

El podridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora