Una monja, un paquete, mi ex, y Él.

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        Me desperté al otro día con los ladridos de un perro. El reloj me dijo que eran las doce del mediodía, y Sheila dormía como un tronco… o bueno, como un tronco que sabía roncar.

        Mi tatuaje palpitaba increiblemente, y la curiosidad se hizo presente. Cada vez que eso ocurría, significaba que algo importante estaba por pasar, pero... ¿Que?

        Decidí no darle importancia. Afortunadamente, no me tocaba trabajar ese día, y los exámenes habían concluido la semana anterior, por lo que tenía un gran día por delante.

        Nos hice un almuerdesayuno, bastante americano, que consistía en huevos fritos, tocino y zumo de naranja, y desperté a Sheila para que comiéramos juntas.

        Le dije a mi amiga de hacer planes, pero se disculpó explicándome que tenía una reunión familiar aquel día.

Genial – pensé – todo un día para recordar que estás sola. Necesitaba un novio.

        O necesitaba un llamado de algun club, fuera el que fuese. Hacia una semana y media que no hacía entregas, y necesitaba el dinero ¿Que estaba pasando?

        Necesitaba acostarme.

            Cuando Sheila se fue, corrí a mi habitación y levanté el colchón, para tomar mi preciado libro… El Libro.

            Aquello era lo único que había tenido siempre. Lo único verdaderamente mío, que me conectaba a algún hogar, a algún pasado. Que me hacía recordar que no había surgido de la nada, que tenía raíces, un hogar, una familia…

            Gracias a El Libro sabía todo lo que sabía sobre magia. Todos los hechizos, con sus secretos, sus pros y sus contras. Había buscado en internet para obtener pistas, ¿Qué era ese libro? ¿Para quienes estaba hecho? ¿Por qué yo lo tenía? Mas no había encontrado respuestas, como si fuera la única habitante de un mundo mágico y maravilloso.

            Me puse a practicar Encantamientos simples para matar el tiempo, pero abandoné de inmediato cuando comencé a sentirme cansada. Sola o acompañada, iba a disfrutar de ese día.

            Tomé mi chaqueta y las llaves, y abrí la puerta, lista para salir a divertirme.

            Entonces, me encontré con una figura en la puerta. Una figura que conocía muy bien.

-          Tú. 

No podía creer que ella se presentara en mi puerta. No había cambiado en nada, excepto porque ya no llevaba el velo de monja en su cabeza. El rosario de madera colgaba de su cuello como siempre, y sus ojos sabios me observaban familiarmente, como si jamás me hubiera ido. Como si jamás hubiera dejado el orfanato.

-          Yo – respondió a mi sorpresa.

-          ¿Cómo…?

-          Eso no importa – me interrumpió – es importante. ¿Puedo pasar?

Me hice a un lado permitiéndole entrar. Sentí su perfume, y con este miles de recuerdos asaltaron mi mente. Sus gritos, sus cachetazos, sus castigos. ¿Qué quería? ¿Por qué no me dejaba en paz?

¿Por qué no me permitía olvidar?

      Se sentó en el sofá sin que yo se lo ofreciera, y coloqué una silla de la cocina frente a ella, dispuesta a escuchar lo que tenía para decir.

      Sacó un pequeño paquete de su bolso, y me lo lanzó.

-          ¿Qué es esto? – le pregunté. Mi confusión no hacía mas que crecer.

-          No se que sea pero…

Me miró, fijamente. Noté que buscaba las palabras correctas. Noté su miedo, como si aquél objeto fuera peligroso. Necesitaba abrirlo. Necesitaba entender.

-          Quien lo trajo… no era… no… - Parecía aterrorizada, como sí se tratara alguien tan terrible que ni siquiera podía ser nombrado- Tú solo ten cuidado – me aconsejó, y salió disparada por la puerta.

Llevé el pequeño paquete a mi cama, preguntándome si debía abrirlo. Por un momento me sentí patética, al fin y al cabo… ¿Qué tan malo podría ser? Sin embargo, la intuición me mantenía alerta, y con todas las cosas que me habían pasado últimamente…

Una llamada telefónica me despertó dos horas mas tarde. Sin quererlo, me había quedado dormida. Tomé el teléfono para responder. Era Sheila.

-          ¿Adivina quien ha logrado escapar de los abrazos de la tía Mandy?

-          ¿Cómo…?

-          Larga historia, la cosa es que estoy libre. ¿Qué hacemos?

-          Lo que tú…

-          Genial. Tremble. Estaré en tu casa a las nueve. Bye.

Mientras me preparaba, no podía dejar de pensar en la visita que había recibido esta tarde, en el paquete, y en si debía contarle lo ocurrido a mi amiga.

Ah… y no podía dejar de pensar en Assan.  ¿Sería una coincidencia la aparición de aquél paquete y de él en mi vida? ¿Había aquél familiar extraño desaparecido por siempre?

Noté que mis preguntas no tenían respuestas. Al menos no por el momento, y era en vano frustrarme. Tremble no era mi lugar favorito en el mundo, pero… ¿Por qué no pasarla bien?

Me di una rápida ducha y dejé mi castaño cabello largo y lacio caer, sin hacer más que dividirlo con una raya al medio. Debido a mi altura, opté por una chatitas en lugar de tacos, y arqueé mis pestañas para que mis ojos miel resaltaran.

Estaba terminando de prepararme cuando tocaron la puerta.

-          Enseguida, Sheila.

Abrí para encontrarme con su hermoso rosto, que me observó expectante. Dios. ¿Qué es lo que quería? ¿Por qué no podía dejarme en paz?

-          Leo – pude decir. No lo había visto hace dos meses… no desde que lo que me había hecho.

                Los momentos que pasamos juntos pasaron frente a mi como un torbellino. La primera vez que lo ví, mientras dejaba los recados en Lewis. Muchos me observaban, rebajandome. Pero su mirada había... nose, cariño, deseo. 

        No me sorprendí al notar la gran cantidad de sentimientos que aun despertaba en mí. Pero había cruzado la raya, y yo ya no lo amaba. Tenía que recordarlo.

-          Tienes que escucharme, tienes que…  - comenzó a decir de la nada, llevándose sus palabras por delante- Ese no era yo, Akila, no lo era. Yo jamás… Jamás te lastimaría. ¿Entiendes? Me doy asco por lo que hice, pero debes… debes escucharme.

-          Me golpeaste, Leo. Quisieras o no, lo hiciste. Estás mal, necesitas ayuda. No… no sabía cómo continuar. Desde que tu hermano murió… no lo sé. Drogas, alcohol… no puedo volver contigo.

-          ¡Te amo! Por favor… lo arreglaré. Lo prometo – me tomó del brazo, mirándome a los ojos, suplicante, desesperado. – Debes decirme que me quieres… dilo.

-          Suéltame.

-          ¡Dilo! – gritó.

Lo miré fijamente.

-          No te quiero, ya no.

Observé su puño dirigirse hacia mí. El pánico se apodero de mi cuerpo. Iba a golpearme, otra vez. No podría soportarlo.

Entonces algo lo detuvo.

Alguien.

-          Assan – grité – y fue cuestión de segundos para que Leo cayera al piso.

AkilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora