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Cuando entramos a la cafetería y nos terminábamos de sentar, el silencio era medio incómodo. Como cuando no sabes de que hablar.

Como vos solo me mirabas sin saber que decir, se me vino a la mente nuestro tema favorito: Libros.

Iban pasando los minutos y tomábamos un café tras otro sin parar de hablar. La conversación fluía y eso me encantaba.

Llegamos a hablar de nuestra familia y ahí fue cuando me sorprendiste.

Me hablaste de tus padres y de tu hijo, el cual no sabía que existía.

Se llamaba Juan y tenía 8 años. Tus ojos brillaban mientras hablabas de él, de cómo le iba en el colegio y lo lindo que era. Hasta me mostraste una foto de tu celular.

Después de que guardaras el celular te juro que trate de seguir escuchando pero me desconcentro la manera en la que sonreías y tus ojos parecían estrellas.

Cuando me di cuenta que te estaba mirando demasiado, hice la pregunta de la cual me arrepentí segundos después de decirla: ¿Y el padre?

Tu sonrisa se opacó y tus ojos se apagaron.

Al ver tu reacción cambie rápidamente de tema pero ya no volvió a ser igual.

Te notaba pensativa e inquieta.

Cuando nos despedimos te vi caminar desganada, como si llevaras una gran mochila en la espalda.

Tenía ganas de pararte y decirte que podías contar conmigo para cualquier cosa. Pero no teníamos esa confianza.

No todavía.

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