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Hacía unas tres semanas que estábamos en el frente, cuando llegó a Alcubierre un contingente de veinte o treinta hombres enviados desde Inglaterra por el ILP [Partido Laborista Independiente], y como se decidió que los ingleses estuviéramos juntos en este frente, a William y a mí nos llevaron donde ellos. Nuestra nueva posición estaba situada en Monte Oscuro, varios kilómetros hacia el oeste y a la vista de Zaragoza.

La posición estaba encaramada en una especie de cresta afilada de piedra caliza, con cuevas cavadas horizontalmente en el risco como nidos de golondrinas. Aquéllas se prolongaban increíblemente en la roca, eran muy oscuras y tan bajas que no se podía recorrerlas ni siquiera de rodillas. En los picos situados a nuestra izquierda había otras dos posiciones del POUM, una de las cuales constituía un objeto de fascinación para todos los hombres de la línea de fuego, pues allí se encargaban de la cocina tres milicianas. Estas mujeres no eran precisamente hermosas, pero se consideró conveniente aislarlas de los hombres de otras compañías. Quinientos metros a nuestra derecha, en la curva orientada hacia Alcubierre, en el lugar donde el camino estaba en poder de los fascistas, había un puesto del PSUC. Por la noche podíamos ver las lámparas de nuestros camiones de abastecimiento provenientes de Alcubierre y, al mismo tiempo, las de los fascistas que venían de Zaragoza. A unos veinte kilómetros hacia el sudoeste también Zaragoza era visible: una delgada hilera de luces como ojos de buey de un barco iluminado. Las tropas del gobierno la contemplaban en la distancia desde 1936, y siguen contemplándola todavía.

Nosotros éramos unos treinta (incluido Ramón, un español, cuñado de William), y además una docena de españoles encargados de las ametralladoras. Aparte de una o dos excepciones inevitables -como es bien sabido, la guerra atrae mucha gentuza- los ingleses constituían un grupo excepcionalmente bueno, tanto física como mentalmente. Quizá el mejor de todos era Bob Smillie, nieto del famoso dirigente minero, y que más tarde encontró una muerte tan perversa y absurda en Valencia. Dice mucho en favor del carácter español el hecho de que los ingleses y los españoles siempre se llevaran bien, a pesar de la dificultad idiomática. Descubrimos que todos los españoles conocían dos expresiones inglesas: una era «OK, baby»; y la otra, una palabra utilizada por las prostitutas de Barcelona en su trato con los marineros ingleses y que me temo que los cajistas se negarían a imprimir.

Una vez más, en el frente no ocurría nada, exceptuando alguna bala esporádica y, muy rara vez, el estrépito de un mortero fascista que nos hacía correr hasta la trinchera más alta para ver contra qué colina se estrellaban los proyectiles. Aquí el enemigo estaba algo más cerca, quizá a unos trescientos o cuatrocientos metros. La posición más próxima quedaba exactamente frente a la nuestra, con un nido de ametralladoras cuyas troneras muy a menudo nos tentaban a desperdiciar cartuchos. Los fascistas rara vez molestaban con disparos de fusil, pero enviaban en cambio nutridas ráfagas de ametralladora contra cualquier miliciano que se dejara ver. Con todo, transcurrieron más de diez días hasta que tuvimos nuestra primera baja. Las tropas situadas delante de nosotros eran españolas pero, según los desertores, había algunos oficiales alemanes sin mando. Tiempo atrás estuvieron también los moros -¡pobres diablos, cómo deben de haber sufrido el frío!-, pues en la tierra de nadie todavía quedaba el cadáver de un moro que constituía una de las curiosidades del lugar. Aproximadamente a dos o tres kilómetros a nuestra izquierda, la línea del frente se interrumpía y comenzaba una extensión de terreno, muy baja y cubierta de espesa vegetación, que no pertenecía ni a los fascistas ni a nosotros. Ambos bandos solían realizar allí patrullas diurnas. Aquello no estaba mal como entrenamiento para boy scouts. Yo nunca vi una patrulla fascista a una distancia menor de varios cientos de metros. Después de mucho reptar era posible atravesar en parte las líneas fascistas e incluso ver la granja donde ondeaba la bandera monárquica y que hacía las veces de cuartel general. De cuando en cuando disparábamos nuestras armas y luego nos poníamos a cubierto antes de que las ametralladoras nos pudieran localizar. Espero que hayamos roto al menos algunas ventanas, pero con tales fusiles y desde más de ochocientos metros uno no podía estar seguro de acertarle ni siquiera a una casa.

Homenaje a Cataluña - George OrwellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora