Apéndice 1

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[Antiguo capítulo V de la primera edición inglesa, situado originalmente entre los capítulos 4 y 5 de esta edición.]

Al comienzo, yo había ignorado el aspecto político de la guerra, fue por esta época cuando comencé a prestarle atención. Quien no esté interesado en los horrores de la política partidista, hará bien en saltarse estos fragmentos; con el propósito de facilitar esa tarea, he tratado de mantener las partes políticas de mi narración en capítulos separados. Pero, al mismo tiempo, sería del todo imposible escribir sobre la guerra española desde un ángulo puramente militar. Porque sobre todas las cosas se trataba de una guerra política. Ningún hecho en ella, por lo menos durante el primer año, resulta inteligible si uno no tiene una mínima idea de la lucha interpartidista que se desarrollaba detrás de las líneas gubernamentales.

Cuando llegué a España, y durante algún tiempo después, no sólo me desinteresé de lo relativo a la situación política, sino que no la percibí. Sabía que estábamos en guerra, pero no tenía idea de en qué clase de guerra. Si me hubieran preguntado por qué me uní a la milicia, habría respondido: «Para luchar contra el fascismo»; y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: «Por simple decencia». Había aceptado la versión que el News Chronicle y el New Statesman daban de la guerra como la defensa de la civilización contra el estallido maníaco de un ejército de coroneles Blimps pagados por Hitler. La atmósfera revolucionaria de Barcelona me atrajo profundamente, pero no había hecho intento alguno por comprenderla. En cuanto al calidoscopio de partidos políticos y sindicatos, con sus agotadores nombres —PSUC, POUM, FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—, simplemente me exasperaba. A primera vista, daba la impresión de que España sufría una plaga de siglas. Sabía que formaba parte de algo que se llamaba el POUM (me había unido a la milicia del POUM y no a ninguna de las otras porque llegué a Barcelona con una credencial del ILP), pero no me di cuenta de que existían marcadas diferencias entre los partidos políticos. Una vez que en Monte Pocero señalaron la posición situada a nuestra izquierda diciendo: «Aquéllos son los socialistas» (refiriéndose a los del PSUC), me sentí desconcertado y pregunté: «¿Acaso no somos todos socialistas?». Me pareció una idiotez que hombres que se jugaban la vida por igual tuvieran partidos distintos; mi actitud siempre fue: «¿Por qué no dejamos de lado todas esas tonterías políticas y seguimos adelante con la guerra?». Ésta era, por supuesto, la actitud «antifascista» correcta que los periódicos ingleses habían difundido cuidadosamente, en gran parte con el fin de impedir que la gente comprendiera la naturaleza real de la lucha. Pero en España, especialmente en Cataluña, era una actitud que nadie podía mantener por mucho tiempo. Todo el mundo, aunque fuera de mala gana, tomaba partido tarde o temprano. Incluso si a uno no le importaban en absoluto los partidos políticos y sus posiciones ideológicas, era demasiado evidente que ello afectaba al propio destino personal. En tanto que miliciano, se era soldado contra Franco, pero también un peón en un gigantesco combate que enfrentaba a dos teorías políticas. Si cuando buscaba leña en la ladera de la montaña me había de preguntar si existía realmente una guerra o si era un invento del News Chronicle, si tuve que esquivar las ametralladoras comunistas en los tumultos de Barcelona, si finalmente tuve que huir de España con la policía pisándome los talones, todo eso me ocurrió de esa forma concreta porque pertenecía a la milicia del POUM y no a la del PSUC. ¡Tan enorme es la diferencia entre dos grupos de iniciales!

Para comprender la situación del bando gubernamental es necesario recordar cómo comenzó la guerra. El 18 de julio, cuando estalló la lucha, es probable que todos los antifascistas de Europa sintieran renacer sus esperanzas: por fin, aparentemente, una democracia se levantaba contra el fascismo. Durante muchos años, los países llamados democráticos se habían sometido al fascismo reiteradamente. Se había permitido a los japoneses hacer lo que habían querido en Manchuria. Hitler había subido al poder y se había dedicado a masacrar a sus opositores políticos de todos los colores. Mussolini había bombardeado a los abisinios mientras cincuenta y tres naciones (creo que eran cincuenta y tres) apenas si hicieron oír sus piadosas quejas desde la distancia. Pero cuando Franco trató de derrocar un gobierno tibiamente izquierdista, el pueblo español, contra todo lo esperado, se levantó y le hizo frente. Parecía, y posiblemente lo era, el cambio de la marea.

Homenaje a Cataluña - George OrwellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora