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Pasados unos tres días de las luchas de Barcelona regresamos al frente. Tras los enfrentamientos —más concretamente, tras el combate de insultos en la prensa— resultaba difícil pensar en la guerra tan ingenua e idealistamente como antes. Supongo que nadie pasó algunas semanas en España sin sentirse algo decepcionado. Recordaba las palabras del corresponsal con quien conversé durante mi primer día en Barcelona: «Esta guerra, como cualquier otra, es un fraude». El comentario, hecho en diciembre, me había desagradado profundamente y entonces no me pareció cierto; en mayo seguía sin parecerme cierto del todo, pero sí más que antes. Es sabido que toda guerra sufre una especie de degradación progresiva a medida que pasan los meses, porque cosas tales como la libertad individual y una prensa veraz no son compatibles con la eficacia militar.

Podíamos ya empezar a hacer conjeturas sobre lo que ocurriría. Era fácil ver que el gobierno de Caballero caería y sería reemplazado por otro más derechista, sometido a una influencia comunista aún más fuerte (esto ocurrió una o dos semanas más tarde), que se empeñaría en terminar con el poder de los sindicatos de una vez para siempre. Para después, cuando Franco fuera derrotado —aun dejando de lado los enormes problemas planteados por la reorganización de España—, las perspectivas no eran halagüeñas. Los comentarios periodísticos acerca de «una guerra librada en defensa de la democracia» eran mero engaño. Ninguna persona sensata podía suponer que hubiera alguna esperanza de democracia, ni siquiera como la entendemos en Inglaterra o en Francia, en un país tan dividido y exhausto como lo sería España al concluir la guerra. Se acabaría imponiendo una dictadura y, evidentemente, la posibilidad de una dictadura proletaria había pasado. Ello significaba que el país sería sometido a alguna clase de fascismo. De un fascismo que, sin duda, tendría algún nombre más agradable y —por tratarse de España— sería más humano y menos eficiente que las variedades alemana o italiana. Las únicas alternativas parecían ser: o una dictadura franquista infinitamente peor o que la guerra terminara (siempre era una posibilidad) con una división de España, ya sea por verdaderas fronteras o por zonas económicas.

Desde cualquier punto de vista, las perspectivas eran deprimentes. Pero ello no significaba que no fuera mejor luchar con el gobierno contra el fascismo más descarnado y desarrollado de Franco y Hitler. Cualesquiera que fueran los defectos del gobierno de posguerra, no cabía duda de que el régimen franquista sería peor. Para los trabajadores urbanos quizá la situación no cambiase ganara quien ganase, pero España es fundamentalmente un país agrícola y los campesinos sí se beneficiarían con la victoria del gobierno. Por lo menos algunas de las tierras confiscadas seguirían estando en sus manos, en cuyo caso también habría una distribución de la tierra en el territorio que había sido de Franco y no sería restaurado el virtual servilismo antes existente en algunas partes de España. El gobierno resultante al final de la guerra sería, por lo menos, anticlerical y antifeudal. Pondría límites a la Iglesia, aunque fuera temporalmente, modernizaría el país, por ejemplo construyendo carreteras, y promovería la educación y la salud públicas. Algo se había hecho ya en tal dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cambio, no era sólo un títere de Italia y Alemania, sino que estaba ligado a los grandes terratenientes feudales y representaba una rancia reacción clérigo—militar. El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios

o los románticos podían desear que triunfara.

Además, allí estaba decidiéndose algo muy importante y que hacía dos años me perseguía como una pesadilla: el prestigio internacional del fascismo. Desde 1930 los fascistas habían obtenido todas las victorias; era hora de que sufrieran una derrota, no importaba mayormente a manos de quién. Si hacíamos retroceder a Franco y a sus mercenarios extranjeros hasta el mar, lograríamos mejorar considerablemente la situación mundial, aun cuando España misma emergiera bajo una dictadura sofocante y con los mejores hombres en la cárcel. Aunque sólo fuera por eso, valía la pena ganar la guerra.

Homenaje a Cataluña - George OrwellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora