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Los días se tornaron más cálidos y hasta las noches se hicieron tolerablemente tibias. En el cerezo marcado por las balas que había frente a nuestro parapeto comenzaron a formarse apretados racimos de cerezas. Bañarse en el río dejó de ser una tortura y se convirtió casi en un placer. Rosas silvestres de grandes capullos rosados surgían de los hoyos dejados por las bombas alrededor de Torre Fabián. Detrás de la línea veíamos campesinos que llevaban flores silvestres en— la oreja. Al anochecer; solían salir con redes verdes a cazar perdices. Extienden la red a una cierta altura sobre la hierba y luego se echan a imitar el grito de la perdiz hembra. Cualquier macho que lo oye acude sin tardanza; cuando están debajo de la red, arrojan una piedra para asustarlos, ante lo cual pegan un salto y quedan atrapados en aquélla. Aparentemente sólo cazaban machos, lo cual me pareció injusto. En esa época se sumó a nosotros una sección de andaluces. No sé cómo llegaron hasta este frente. La explicación aceptada era que habían huido de Málaga a tal velocidad que se habían olvidado de detenerse en Valencia; pero esta explicación se debía a los catalanes, que despreciaban a los andaluces como a una raza de semisalvajes. Sin duda, los andaluces eran muy ignorantes, casi todos analfabetos, y ni siquiera parecían saber lo único que nadie ignora en España: a qué partido pertenecían. Creían ser anarquistas, pero no estaban del todo seguros; quizás fueran comunistas. Eran pastores o aceituneros, tal vez, de aspecto rústico, nudosos, con los rostros profundamente curtidos por el feroz sol meridional. Nos resultaban útiles, pues poseían extraordinaria destreza para convertir en cigarrillos el reseco tabaco español. La distribución de éstos había cesado, pero a veces se podían comprar en Monflorite paquetes de tabaco más barato, muy similar, en aspecto y textura, a la paja cortada. De sabor no era malo, pero estaba tan seco que cuando se conseguía armar un cigarrillo, el tabaco no tardaba en caer y uno se quedaba con un cilindro vacío. Sin embargo, los andaluces lograban admirables cigarrillos y tenían una técnica especial para pegar el papel.

Dos ingleses cogieron una insolación. Mis recuerdos más vívidos de esa época son el calor del mediodía, el trabajar semidesnudos con sacos de arena sobre los hombros quemados por el sol; la mugre de las ropas y de las botas destrozadas; las luchas con la mula que traía nuestras raciones y que no tenía miedo de los disparos de fusil, pero huía cuando había un estallido de granada; los mosquitos, ya activos, y las ratas, molestas y ruidosas, que devoraban hasta cinturones y cartucheras. Nada ocurría, excepto alguna baja ocasional producida por el disparo de un tirador apostado, el esporádico fuego de artillería y los ataques aéreos sobre Huesca. Como los árboles ya estaban cubiertos de hojas, habíamos construido plataformas para tiradores en lo alto de los álamos que bordeaban la línea. Al otro lado de Huesca, los ataques comenzaban a disminuir. Los anarquistas habían sufrido serias pérdidas sin lograr cortar del todo la carretera de Jaca. Habían conseguido establecerse a ambos lados, lo bastante cerca como para tener la ruta a tiro de ametralladora e impedir el tránsito, pero la brecha tenía un kilómetro de extensión y los fascistas habían construido un camino hundido, una especie de enorme trinchera, por el cual cierto número de camiones podía ir y venir. Algunos desertores informaron de que en Huesca quedaban muchas municiones y pocos alimentos; era evidente que la ciudad no caería. Quizá resultaba imposible tomarla con los quince mil hombres mal armados de que se disponía. Más tarde, en junio, el gobierno retiró tropas del frente de Madrid hasta reunir treinta mil hombres sobre Huesca y gran cantidad de aviones; ni aun así cayó la ciudad.

Cuando salimos de permiso, yo llevaba ciento quince días en el frente. Ese periodo me parecía entonces uno de los más inútiles de toda mi vida. Me uní a la milicia para pelear contra el fascismo y, hasta ese momento, casi no había luchado, limitándome a existir como una suerte de objeto pasivo, sin hacer otra cosa, a cambio de mis raciones, que padecer frío y falta de sueño. Quizá sea ése el destino de casi todos los soldados en casi todas las guerras. Ahora que puedo considerarlo con perspectiva, ya no me arrepiento de haberlo vivido. Sin duda, querría haber servido con mayor eficacia al gobierno español, pero, desde un punto de vista personal, el de mi propio desarrollo, esos primeros tres o cuatro meses de miliciano no fueron inútiles como pensé entonces. Constituyeron una suerte de interregno en mi vida, muy distinto de cualquier otra experiencia que me hubiera sucedido antes y, quizá, que pueda ocurrirme en el futuro, y me enseñaron cosas que no habría podido aprender de ninguna otra manera.

Homenaje a Cataluña - George OrwellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora