II Invitados

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Al abrir la imponente puerta de madera del salón de recibimiento, no puedo contener mi asombro al ver a una mujer muy hermosa. Estoy segura que no ha superado los sesenta años. Su espeso cabello rubio no alcanza sus hombros y sus ojos son de un azul claro; su mirada es altiva, arrogante sería la palabra adecuada. Puedo imaginar cuánta fortuna posee observando su larga falda negra bordada en hilos dorados. Aunque no es únicamente su falda. Cada pieza de su atuendo parece una costosísima obra de arte. 

Junto a ella, un hombre de unos veintimuchos. Sus ojos, en cambio, de color miel y, al igual que la mujer, de cabello rubio, de corte delineado y de una deslumbrante presencia, con el mismo gusto para vestir, alto y de rasgos muy finos. Al contrario de ella, su rostro es de una amabilidad ajena a esta familia, sonríe mostrando sus blancos y brillantes dientes de perla.

—¡Abuela! ¿me has extrañado?—exclama el muchacho en tono divertido. 

—Extraño más el silencio que había hace un momento— replica Carmen.

—Abuela, eso es exactamente lo que amo de ti; eres un caramelo.

 Hasta ahora nadie había tratado a Carmen con tanta confianza; con exceso de confianza, me refiero.

—¿Dónde está mi nieto?—pregunta la anciana exasperada.

—Tu otro nieto, mamá, querrás decir—responde la que supongo es su hija Rosa. —Tú eres Dulce, imagino—continúa la mujer—Veamos cuánto tiempo duras en esta casa, no te ofendas, por favor, es solo que tenemos experiencia en ciertas...

—Ciertas bellezas— interrumpe el muchacho.

—No se atrevan, déjenla en paz—exclama Carmen, sorprendiéndome.

Siento un nudo en la garganta, nadie me había tratado igual. Mis mejillas arden, estoy confundida, no creo haber hecho nada malo.

—Oh, debes ser muy astuta si mi madre te defiende.

—O muy encantadora— dice el joven observándome con un histriónico rostro poético.

 —Ya, pasemos al comedor, no quiero que se enfríe la comida.

El muchacho se apresura a tomar la silla de ruedas de su abuela.

—Quiero que sea Dulce quien me lleve, no quiero que hagas el payaso conmigo—dice secamente.

—Yo también preferiría a Dulce.— Le responde fijando sus ojos en mi.

Busco ocultar mi rostro mientras tomo la silla de ruedas y llevo a Carmen al comedor; la rubia y su hijo nos siguen.

—¿Dónde está mi nieto?—pregunta por segunda vez la abuela.

Se escucha nuevamente el sonido del timbre.

—Vuelvo enseguida— digo apresurándome a la puerta.

—Ese es mi nieto—exclama Carmen, esta vez realmente emocionada.

Un poco más nerviosa que la primera vez, abro nuevamente la puerta.
La visión del hombre que se encuentra frente a mi me produce una impresión diferente; no parece pertenecer a esta familia.
Un cabello sin cortar, negro, desaliñado, barba de unas tres semanas; su rostro está oculto entre tanto cabello y barba. Viste jeans oscuros, camisa azul por fuera de los pantalones, zapatos deportivos blancos; mira hacia el suelo, y yo, también trato de mirar hacia abajo el máximo posible.

—Buenas noches, adelante, su familia espera en el comedor.— Quiero ser educada pero a la vez distante. 

No pronuncia palabra alguna, me esquiva y pasa adelante. Cierro la puerta extrañada por la actitud de este hombre. Provoca tanta curiosidad el hecho de que sea tan diferente a su hermano y su madre; incluso en su contextura física, es un poco más ancho y musculoso, es alto, pero no como su hermano, quien ciertamente parece un modelo de pasarela.

Me dirijo a la mesa y me apresuro a servir la cena. Tomo el primer plato en las manos. De repente me distrae una mirada clavada como puñal sobre mí. 























Dulce, AunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora