I La Anciana

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Me acerco a la ventana para contemplar los primeros brotes de la primavera en el jardín de la señora Carmen Conti. ¡Cómo me gustaría tener un jardín propio algún día! Escondido, si fuera posible; que me permita escapar de la realidad de vez en cuando, lleno de tulipanes de diversos colores. Hoy las aves cantan alegres, ejecutando el fondo musical perfecto para una mañana soleada de abril; al menos para una soñadora, como dice Carmen que soy.

Los días hermosos me hacen sentir extraña: un toque de optimismo, una pizca de tristeza, y por supuesto: tazas y tazas de esperanza. Esperanza en ¿qué cosa?, ni yo misma lo sé.

—Dulce. — Escucho a Carmen llamarme.

—Ya voy. —Mi voz se escucha tan débil, casi quebrada.

Cierro la ventana. Suspiro, como dándome fuerzas para enfrentar otra jornada de trabajo en casa de la anciana a quien hago compañía.

—¡Buenos días! ¿cómo ha amanecido hoy?— pregunto exagerando un poco mi entusiasmo.

—A mi edad, ¿cómo te esperas que amanezca?— responde la anciana quejumbrosa.

—Hoy es una hermosa mañana, ¿le gustaría desayunar en el balcón? Luego podríamos dar un paseo por los alrededores— sugiero.

—Deberías recordar que soy alérgica al polen, es tu trabajo saberlo.

—Disculpe, lo olvidé por un momento.

No es que lo haya olvidado. Sé que miente; no es alérgica al polen, de otra manera, ¿cómo podría estar tan interesada en su jardín? En los últimos siete meses en los que he estado trabajando para ella, jamás ha sufrido de alergias.

Carmen es una anciana malhumorada y tosca, pero a mí me causa ternura. Quisiera saber porqué reacciona siempre a la defensiva. Estoy convencida de que existe algo que la perturba; algo que oculta.

El salario no está mal. Lo más importante es que me ofrece alojo y alimento; es ya bastante para una chica como yo.

Tenía la esperanza de que Carmen hiciera lo mismo que otras personas mayores en Italia: Una vez llegada la temporada cálida se trasladan al campo, a la montaña o a la playa. En cambio no. Ella prefiere permanecer en Milán. Una ciudad que en verano, se vuelve solitaria, húmeda y calurosa.

—¡Recógete el cabello! Te he dicho que me molesta verlo así de largo. ¿Cuándo piensas cortarlo?

Nunca, naturalmente. Bueno, tal vez exagero. Quizá corte un poco las puntas este fin de semana; ya está llegando casi a la altura de las caderas. Los cambios drásticos de apariencia me asustan; mientras tanto continúo trenzándolo.

—Muy pronto— respondo.

—Ve al supermercado y compra todo lo que está en esta lista. — Me entrega una hoja de cuaderno amarillenta, en la que debo interpretar lo que está escrito. 

Al principio fue difícil. Cada vez que me entregaba la lista de las compras, volvía a casa con productos distintos a los que me había pedido, eso la hacía enojar muchísimo. Ahora que estoy acostumbrada a su escritura es mucho más sencillo. Sin embargo, hoy noto que hay productos diferentes a los que normalmente están escritos.

—Esta lista es diferente.

—Es que cocinaremos diferente — confirmó.

—¿Hay algún motivo en especial?

—Sí.

—¿Sí?

—Te dije que sí.

—¡Que bueno! Estoy contenta.

—Que haya un motivo especial no quiere decir que sea de mi agrado.

—¡Ah!— debí imaginarlo —¿Quiere decirme de qué se trata?— pregunto con cierto temor.

—Vienen a "visitarme" mi hija Rosa y mis dos nietos: Alessandro y Edoardo.

—¿Por qué eso no le alegra?

Esta señora es más dura de lo que creí.

—Me alegro solo de ver a mi nieto Alessandro. Es el único que me quiere. Rosa y Edoardo vienen solo para hacer un cálculo del tiempo de vida que me queda.

No quiero preguntarle más. Sé que no debo excederme con la curiosidad cuando se trata de Carmen. Ya me ha regañado muchas veces por eso, aunque sus regaños no me afectan como antes.

—Apresúrate, Dulce. Vete a buscar lo que te pedí.

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Son las siete en punto. Carmen espera delante de la puerta de entrada de la suntuosa y antigua casa, sentada en su silla de ruedas. No es que la necesite, pero sé que opina que eso la hace más digna. Cada vez que vienen a visitarla (el médico, casi siempre) decide usarla. Esta es una de las tantas cosas que me hacen apreciarla, es tan poco habitual. Puedo notar lo nerviosa que está en estos momentos. Sin embargo, hace un gran esfuerzo para disimularlo; es común en ella aparentar dureza.

De repente se escucha el sonido del timbre; no puedo evitar pegar un salto.

—¿Qué esperas para abrir?, Dulce.

—Sí, de inmediato.

Dulce, AunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora