VIII La Huella

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Es indescriptible la vergüenza que me invade. Estoy sollozando frente a un hombre que apenas conozco. Lo peor es que no puedo liberarme de sus fuertes manos. Cubren buena parte de mis antebrazos desnudos, puesto que llevo una camiseta de mangas cortas. En medio de mis sollozos puedo ver que son blanquísimas, con algo de vello oscuro.

—Por favor, suélteme.— Le suplico entre llantos.

—No creo que estés llorando sinceramente. Quieres manipularme, así como haces con mi abuela y ahora con Edoardo.— Me habla retador muy cerca de mí.

—Me está haciendo daño.

—Te suelto si me aseguras que te vas hoy mismo.

—¿Por qué me hace esto?, necesito el empleo y le puedo asegurar que no soy lo que usted piensa.

—¿Quién puede darme fe de eso?

—Suélteme señor, me está maltratando.

De repente, siento que el apretón disminuye en fuerza lentamente. Alessandro observa mis manos aprisionadas. Algunos segundos pasan y finalmente me libera. Mi instinto es cubrir mis ojos empapados por unos instantes. Los abro, retirando el exceso de humedad, él sigue aquí. Noto que retrocede un paso mientras continúa observándome: primero las manos, luego mi rostro. 

Parece estar confundido. Sus labios y cejas hacen ligeras muecas, como quién quiere descubrir alguna cosa y no logra dar con la respuesta. Es evidente que sostiene un diálogo interno. De pronto una extraña expresión de preocupación invade su rostro. Se acerca nuevamente. Yo lo observo inmóvil. Toma mis manos nuevamente, esta vez las examina, puedo incluso sentir ligeras caricias. Aunque un pequeño temor me invade y tiemblo un poco, su cálido contacto es un pequeño oasis de confort en medio del difícil momento. Me estremezco y me suelta. Abandona la habitación sin pronunciar palabra.

Sigo de pie, paralizada, sin poder entender lo que acaba de ocurrir. Mis pensamientos no tienen un orden lógico. Continúo repasando las imágenes de Alessandro, él sosteniendo con fuerza mis manos. Luego, las pequeñas caricias que pude sentir mientras me examinaba concentrado. Pienso en su rostro:  primero enojado, frío, después confundido; y yo, no pude hacer nada para defenderme, solo llorar como una niña. Pude haberlo amenazado con llamar a la policía. Pero no, no es eso lo que quiero. Quiero solamente su confianza. No quiero que piense que soy una mala persona, ni mucho menos que quiero aprovecharme de su abuela.

Solo algunos minutos después consigo moverme, caigo sobre la cama e inmediatamente abrazo una almohada. Recuerdo que hace un instante estaba él aquí, cubriendo todo el espacio que creí personal e inviolable. Levanto la vista y puedo ver sobre las sábanas todavía marcada la huella de su mano. Me levanto un poco para observarla mejor. La cubro con la mía, tratando con cuidado de no hacerla desaparecer. Mi mano no es lo bastante grande como para taparla. Está tan fresca en mi la sensación de su contacto. Cierro los ojos, y las lágrimas siguen cayendo.

Esta es la habitación de Alessandro, ¿por qué Carmen me la dio a mi? Quizás eso lo haya hecho enojar más.

¡Oh, Carmen!, no he ido a verla. Aunque no haya pasado mucho tiempo debo bajar, no puedo quedarme aquí. Me dirijo hacia el lavamanos para arreglar mi rostro, me enjuago con agua y me seco inmediatamente. Noto muy roja mi cara, con evidentes señales de llanto. De todas formas, no puedo permanecer aquí.

Bajo las escaleras. Estas llevan a la enorme sala rectangular, decorada con pequeñas estatuas, enormes lámparas colgantes de cristal y pisos de figuras geométricas del estilo Gio Ponti. Sobre el antiguo sofá color mostaza capitoné, está sentada Carmen acompañada de Alessandro quien no se ha marchado.

Cuando descubro la escena, me volteo para regresar a mi, bueno a la habitación de Alessandro, pero es tarde, ambos me han visto.

— Dulce, ven.— Me llama Carmen.

Acudo resignada. Alessandro le está midiendo la presión a Carmen con el tensiómetro manual. Alessandro se dirije a mí evidentemente avergonzado:

—¿Sabes usar un tensiómetro?, puedo enseñarte a usarlo— dice en un tono de voz bajo y cálido.

Carmen se apresura a responder por mí.

— ¿Qué dices Alessandro?, Dulce es Auxiliar de enfermería calificada en Italia. Además estudió enfermería en Venezuela.

—¿Eres enfermera?— pregunta Alessandro sorprendido.

—No logré terminar mis estudios, tuve que salir de mi país.

—Ah— expresa con asombro.

—Bueno, abuela, estás tan bien como siempre, recuerda salir a caminar y olvídate de una vez de la silla de ruedas.

— Dulce, te pido que vigiles su alimentación.— Me pide con humildad.

No pienso acompañarlo, tiene su propia llave, y me ha dejado claro que esta casa es suya. 

— Puedes venir un segundo por favor—solicita mientras le da un beso a su abuela en la frente.

—Sí.

Me trago mi propio pensamiento.

Estamos delante de la puerta de la entrada.

—Te ruego que me perdones, por favor. No debí.

Permanezco callada mientras lo observo.













Dulce, AunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora