The Doll House | Capítulo Dos

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La lluvia golpeaba las ventanas y la luz ambarina se derramaba por la cocina, iluminando una mesa de madera dónde se había servido, para su confusión y horror, la merienda para el té

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La lluvia golpeaba las ventanas y la luz ambarina se derramaba por la cocina, iluminando una mesa de madera dónde se había servido, para su confusión y horror, la merienda para el té.

Apretó la linterna en sus manos, una pequeña confirmación de que aquello era real.

En la mesa, sobre una capa de polvo y moho, había una cestita de melocotones frescos, un pastel de limón escarchado con azúcar aún humeante, una jarra de té que destilaba el aroma dulce que lo había atraído hasta aquí, un plato con ciruelas y, para él, lo más extraño y familiar de todo aquello, una taza de caliente café con leche.

¿Qué era todo esto? ¿Quién lo había dejado ahí?

Se detuvo frente a la mesa, y su estómago gruñó. Alargó una mano y... no. ¿En qué demonios estaba pensando? Aquello era una trampa o una alucinación. Estaba totalmente seguro. No debía probar nada en aquella mesa, aunque amara con toda su alma el maldito café con leche.

Retrocedió un paso, observando la mesa. Sus ojos se posaron en el pastel de limón, en los cristales de azúcar que se derretían a los costados por el calor, formando relucientes charcos sobre el polvo de la mesa. Inhaló. El aroma a cítricos y canela impregnó sus sentidos.

¿Y si había alguien viviendo en aquél lugar? ¿Alguien vivo? ¿Y sí...?

Nick.

La voz, tan nítida y grave, justo a su lado, le hizo dar un traspié. El susto —por ser sorprendido mientras su cabeza daba vueltas a las preguntas que tenía y sus escasas respuestas— caló por su pecho. Observó, dubitativo, a su derecha.

Su corazón se saltó un latido. Todos sus sentidos se pusieron en alerta.

Su cabello eran ondas de rojo oscuro. Su rostro de porcelana estaba pintado con pecas. Su vestido, de un blanco impecable, era una lluvia de encajes y ribetes. Y sus ojos, ocultos bajo un flequillo espeso, eran de un frío tono gris.

Era ella.

Tragó saliva. Sus pies dieron un paso inconsciente en su dirección.

Estaba sentada sobre una silla de mimbre, con los brazos cruzados sobre su regazo, y una nota de papel en la mesa frente a ella.

Tomó la hoja, la desdobló, y siete palabras escritas en rojo aparecieron en ella.

Bienvenido a casa, Nick
te estábamos esperando.

Nik observó la muñeca, que estaba tan quieta y serena. Cómo suelen estarlo las muñecas. Porque las muñecas no se mueven. No te observan. Sus bocas pintadas no sonríen.

No. No se movería, ¿verdad?

Arrugó la nota y la arrojó al suelo; volvió a la mesa con la comida y se tomó media taza de café de un solo trago. Si esto era un sueño, no había peligro. Si esto era real, no había salida. Vertió el dulce de caramelo sobre el postre de limón y comenzó comerlo con los dedos. Quizás el pastel preparado por una muñeca fantasma no lo matara, pero no quería arriesgarse con los tenedores oxidados.

Cuando terminó la mayor parte del pastel, sus pensamientos perdidos más allá de la ventana, cogió un melocotón y un puñado de cerezas, y se las guardó en el bolsillo interno de su chaqueta de mezclilla, mientras se dirigió hacia la muñeca, sentándose en cuclillas frente a ella. Era bonita, ciertamente, un excelente trabajo de artesanía. Su cabello se miraba tan suave, cayendo delicadamente sobre sus hombros en ondulantes rizos rojos. Sintió el impulso de rozar sus dedos sobre el rubor de sus frías mejillas de porcelana y apartar el flequillo para poder ver detalladamente sus ojos grisáceos, pero le daba escalofríos tocarla. Se apartó de ella.

No se movería, ¿verdad?, pensó mientras salía de la cocina, linterna en mano.

El golpetear de la lluvia se tornó lejano al llegar al pie de unas escaleras, y aunque no se veían muy estables, igual ascendió sobre ellas lentamente. Abajo era desolado, lúgubre y todo estaba lleno de polvo y telarañas, pero ahí arriba el ambiente era diferente. Y si hubo algún instante, en el que sintió que no estaba realmente solo en aquél caserón, que alguien estaba observándolo desde las sombras, fue ese.

La estancia era pesada, el olor a flores había desaparecido y había sido reemplazado por el olor acre y húmedo del moho. Caminó sigilosamente por un pasillo, cuyas paredes habían sido de color crema alguna vez, y que ahora lucían de un enfermizo tono verduzco, dónde reposaban varias fotografías en blanco y negro, la mayoría de ellas arruinadas por el paso del tiempo, y que Nik evitó mirar -¿Quién querría llevar sus miradas en la consciencia? -hasta que sus ojos captaron un destello de rojo oscuro a su izquierda. En una de las fotografías decoloradas por el tiempo, a los pies de un árbol, había una niña. Tenía el cabello tan rojo como la sangre en sus pesadillas, y en sus brazos, la muñeca.

No se movería, ¿verdad?

Se acercó a la fotografía y notó la nota escrita en la parte inferior, como un autógrafo. Virginia Lot, 6 años.

Virginia.

Era bonita, con su vestido blanco de volantes y el cabello rojo sujeto con lazos; a pesar de que la fotografía era muy vieja, pudo distinguir la dulzura de su mirada y la inocencia de su sonrisa.

Entonces, ¿Qué había llevado a Virginia Lot a asesinar a esas personas?

Un chirrido agudo rompió el silencio y la fotografía se deslizó de sus manos.

¿Has escuchado una puerta crujir?

Blandió su linterna como una pistola y la luz iluminó el final del pasillo, dónde una puerta se acababa de abrir.

Blandió su linterna como una pistola y la luz iluminó el final del pasillo, dónde una puerta se acababa de abrir

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