Capítulo 2

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EFÍMERA
II


Desde el inicio vivimos en el magnolia; donde solo pudimos permanecer juntos el primer mes. Esos días fueron todo un caos, pero al mismo tiempo resultaron ser una grata e inolvidable experiencia; llenos de un cariño que nunca creí llegar a conocer y que pensé que nunca tendrían un final, pues no tenía ni idea de mi futuro y mucho menos del de mi esposo. 

A finales de enero fue reclutado. De antemano sabía que solo sería cuestión de tiempo pues el gobierno estaba enlistando a todo mundo. 

La tarde en que Desmond recibió el sobre proveniente del Ministerio de Guerra, no pude evitar buscar ayuda en Albert, quien, preocupado por la situación, nos citó urgentemente en la mansión. Por un momento me pareció algo precipitado hablar del tema, sin embargo, era necesario. 

Gracias al nivel económico del que la familia disponía era fácil pagar el impuesto que el gobierno impusiera, solo para mantener lo que queda de nuestro clan a salvo, ya antes se había pagado dicho impuesto para mantener a Archie fuera del campo de batalla. En su momento, todos estuvieron dispuestos y agradecidos, pero la excepción fue mi Desmond. 

—Respeto la opinión de cada uno —en algún momento comenzó a decir—. Pero en mi opinión, luchar por nuestro país y por el bienestar de nuestras familias, me parece un acto mucho más noble que el pagar un impuesto, solo para permanecer sano y salvo, en casa.

Lo comprendía a la perfección, opinaba exactamente lo mismo, pues yo misma, en más de una ocasión pensé en enlistarme como enfermera de guerra. Pero ahora todo era diferente. Estaba casada y le había prometido a la Señorita Pony que no volvería a intentar enlistarme. 

—¿Piensas marcharte y dejar a tu esposa? —Archie fue el primero en reprobarle—. ¿Están recién casados y ya piensas abandonarla? ¿Esa es la clase de marido que deseas ser? 

—Lo único que te puedo asegurar, es que no deseo que viva sabiendo que su marido se quedó en casa porque tuvo miedo o poniéndola de pretexto, y no hizo algo honorable por su patria, sus compatriotas e incluso por su familia. Los McLaughlin no somos cobardes.
Albert tuvo que intervenir para que aquella discusión terminara en ese momento y le aseguró que, si él o su familia aceptaban, con gusto se encargaría de pagar lo necesario para que nadie, ni siquiera su padre, fuera enlistado; sin embargo, lo dejaba a decisión de cada quien. 

Desmond agradeció, a pesar de que no aceptó. Aunque más tarde, me confesó lo indeciso que se encontraba. Deseaba ayudar a su país, pero también deseaba estar presente para iniciar su propia familia. Imagino que él creía tener el tiempo suficiente para decidir, cuando en realidad solo dejó que fuera el destino quien decidiera por él y por mí.

A mediados de Marzo el ya estaba en el campo de batalla, y solo podía sorprender a mi esposo con la noticia de mi embarazo a través de una carta que esperaba le llegará. De acuerdo a lo que dijo el médico, solo tenía dos meses, pero estaba tan entusiasmada, que no tardé en revelárselo a todos, quienes ya de por sí siempre me abordaban con esa incansable indirecta. 

Estaba bien, tranquila y feliz. Incluso, Albert había animado a mi suegro para que, en sus ratos libres, entre ambos construyeran la cuna para el próximo integrante de la familia. 

El primer fin de semana de junio, Annie y Patty me habían invitado a desayunar y a dar una vuelta por el parque. Gracias a mi trabajo y al cansancio que mi embarazo me provocaba, había pasado casi un mes desde la última vez en que habíamos convivido. Fue así, mientras nos deteníamos en un puesto de periódico para comprar alguna revista sobre maternidad en la que habían insistido, que Patty se alarmó de un titular muy distinto a los demás. 

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