Capítulo 4

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EFÍMERA
IV

1918 fue un año en que la desgracia no hizo nada más que causar heridas por todos lados. Entre la guerra y la pandemia de la gripe, todo pintaba para permanecer en un tono gris. Ni siquiera la noticia por haber ganado la guerra, provocó un poco de alegría ante tantas muertes que causó la gripe y fue hasta el verano de 1919 cuando finalmente la desgracia se controló. Pero lo más inverosímil de todo, es que, tan solo once días después de haberme enterado de la muerte de mi esposo, la guerra finalmente había terminado.
En 1920, cuando al fin podía respirarse tranquilidad en el ambiente, pensaba, una y otra vez, en las palabras que Terry me había dicho aquella vez, durante aquella inesperada visita; meditaba en la posibilidad de ir a Nueva York y buscarlo con la esperanza de que aún tuviera un lugar en su vida y en su corazón.
Sueños, simples sueños de una viuda joven, que desde sus 20 años estaba criando a su hijo ella sola.
Y sin embargo, en septiembre, durante mis primeras vacaciones después de la muerte de Desmond, preparé una maleta, junté mis ahorros, tomé a mi hijo de casi dos años y fui a Nueva York.
No estaba segura de lo que hacía, solo improvisaba. Primero me registré en el hotel más económico que encontré, luego fui al edificio en que, si la memoria no me fallaba, vivía cuando protagonizó Romeo y Julieta. Tuve suerte de que aún viviera ahí y sin embargo estuve esperando por mucho tiempo, tanto que tuve que marcharme gracias a la desesperación de mi pobre Colin, al que tuve que cambiar el pañal y pasear, para que al menos resistiera un rato más, aunque al final solo regresé para deslizar una nota bajo la puerta.
El siguiente día, decidí aprovechar y hacer algo diferente. Llevé a mi pequeño al zoológico de Central Park y lo vi disfrutar, jugando, con algunos de los animalitos que se ofrecían para la convivencia. Pensé que quizá llegaría, pues en la nota había anotado que estaría en ese lugar, junto con la hora y el día en que me marcharía. Sin tener otra cosa que hacer, luego de tanto jugar con animalitos y aprovechando que Colin se había cansado demasiado y estaba a punto de dormir, fui a la otra parte del zoológico y me senté cerca del área de los simios, comiendo los restos del coctel de frutas que mi pequeño no se terminó. Fue entonces cuando lo vi o más bien, los vi.
Karen sostenía a un niño, de no más de un año, mientras le reclamaba a Terry por no tener tiempo suficiente para pasarlo con su hijo. En ese momento, me cubrí con mi sombrerito y volteé al otro lado, tratando de hacerme la disimulada y procurando que no me reconocieran. Por lo cual, no pude enterarme bien de las razones por las que discutían.
Pero Colin despertó en el peor momento y me puso en evidencia, justo cuando cada uno de ellos se iba por su lado, pero provocando que Terry volteara ante el nuevo show de una madre que no podía consolar a su bebé.
—Candy. Pensé que ya no te encontraría —se me acercó, mientras seguía arrullando a mi hijo.
—No te preocupes. Ya me di cuenta de que tienes otros asuntos que atender —los ojos comenzaron a arderme y aparté la mirada, refugiándome en mi hijo, esperando que no se diera cuenta de lo que me sucedía.
—Lamento que hayas tenido que presenciar esa escena —me dijo.
—Descuida. No te preocupes por mí. Después de todo, no sé nada respecto a tus problemas —había logrado controlarme, además; ¿qué le podía decir?, cuando lo cierto es que después de haberme casado, yo no tenía porqué reclamarle nada, pero en realidad me moría de celos por no ser Karen, tener un hijo con él y poder estar a su lado; aunque eso no significaba que estaba menospreciando a mi propio bebé.
—¿Viniste sola? Quiero decir, ¿viniste a Nueva York con tu marido?
—Sí —él mismo me dio la vía de escape—. No debe tardar en venir por nosotros. Venimos para que presentará su nuevo libro en una afamada editorial —mentí con facilidad—. Espero que no le acepten, porque así se quedará en casa y no tendrá que venir a revisar su trabajo hasta aquí.
—No quise llegar tarde —me respondió—. Tuve unos problemillas en el teatro y luego, con Karen…
—Me da gusto que ya haya alguien en tu vida —quería llorar y sin embargo, sonreí—. No mereces estar solo. Nadie merece terminar solo…
—No… —vi la hora que marcaba mi reloj, como el único pretexto a mi mano.
—Debo irme… —musité, volví a colocar a Colin en la carriola y me despedí de él, dándole un beso en la mejilla, sin imaginar la forma en que me abrazaría.
—Daria todo lo que tengo, para que todo fuera diferente —estaba llorando, pude sentir sus lágrimas y al instante, supe que yo tampoco podría soportar más, al escuchar sus palabras, lloré con él—; porque ese anillo que llevas lo hubieras recibido de mi parte, porque ese pequeño que llevas en la carriola llevará mi sangre y porque aquel que duerme a tu lado fuera yo.
—No tiene caso lamentarse por lo que no pudo ser —las pocas palabras que escuché de Karen, resonaban en mis oídos—. Mejor cuida lo que tienes. Has con ese pequeño, lo que tu padre nunca pudo hacer contigo. Ámalo, trátalo bien, cuida de él, valóralo y escúchalo —me solté del abrazo—. Seguramente será tan rebelde como tú lo fuiste, y cuando eso suceda, compréndelo —con prisa fingida, apreté su mano y la retiré antes de que él pudiera sostenerla, me marché, sin mirar atrás, para encerrarme en la habitación y llorar hasta el día siguiente.
Si solo hubiera sido Karen, no habría dudado, pero lo que hice no fue por ella, sino por aquel pequeño; porque no era capaz de arrebatarle a su padre, para poner a mi hijo en su lugar.
Y así, al final, regresamos tal como habíamos ido; solos.

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