Capítulo 5

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EFÍMERA
V

El 15 de Enero de 1926, a las 18:15 hrs, en la ciudad de Nueva York, dos meses antes de la fecha en que debió suceder y gracias a una intervención quirúrgica, que me dejó con la imposibilidad de tener más hijos, nacieron Romeo y Julieta McLaughlin.
Albert, a pesar de que solía burlarse de los nombres tan originales que había elegido, fue quien me ayudó con los trámites y pagó lo necesario, para que ellos llevará el apellido de Desmond y así, sin importar dónde fuera que decidiera ir, todos creyeran que mi marido había muerto antes de enterarse de que tendría más hijos. Esa fue su forma de ayudarme y la cual, resultó ser bastante útil.
Vivimos tranquilos en Boston, porque no tenía cara para regresar a Chicago y que la familia de mi difunto marido supiera lo sucedido, aunque luego me enteré de que ellos se habían marchado de Chicago luego de la muerte de mi suegro. Durante un buen tiempo, e incluso, a pesar de los graves problemas económicos que todos padecíamos. Lamentablemente, cuatro años más tarde, Romeo falleció gracias a la tuberculosis y a pesar de todos mis esfuerzos. Pero sin importar cuán devastada estuviera, aún tenía a mis otros hijos por los cuales no rendirme y así fue, hasta que Colin, casi a sus 16 años y con una actitud que para mí se había vuelto incontrolable, decidió que quería volver a Chicago, para ayudar a la familia en lo que pudiera.
Después de enviarle algunas cartas a Albert y contarle la situación en que estábamos, finalmente accedió cuando me atreví a decirle la actitud cruel con que había comenzado a tratar a su hermana, llamándole bastarda. Lo cual me rompía el alma.
Juntando todos mis ahorros, sólo pude comprar un boleto de ida y darle solo lo suficiente para sus gastos durante el viaje; y así, un día después de su cumpleaños, le vi partir.
Yo seguía trabajando sin parar, a veces tenía que hacer jornadas dobles, sin opción a cobrar horas extra, pero todo valía la pena, solo por mantener a Julieta a mi lado, no como algunas otras mujeres que se habían visto en la necesidad de entregar sus hijos al gobierno, solo para que tuvieran algo que comer.
Aquellos fueron tiempos duros, con pocos momentos felices y sin embargo, me mantenía optimista, sobre todo al leer las cartas de Albert, en donde me aseguraba que mi hijo estaba bien y comenzaba a cambiar aquellas actitudes que había llegado a tomar.
En 1935 era claro que la situación económica se había vuelto igual o incluso quizá más grave, que la pandemia de gripe española. Fue entonces, a pesar de todos mis esfuerzos que me ví en la necesidad de escribir a Albert, pidiendo ayuda pero esta vez para Julieta, a pesar de ser consciente de que la situación de la familia no era tan gloriosa como antes.
Mientras esperaba la respuesta, recuerdo, en particular una mañana de abril, en que luego de un pesado turno nocturno, gracias a un incendio, tuve que quedarme durante casi toda la mañana.
Había muchos heridos y yo, realmente ya estaba cansada. Pero aún tenía que hacer una última ronda antes de poder irme a casa y fue entonces cuando le vi, en la tercera pieza, en la cama del centro a la derecha de la entrada, con una pierna rota y varios puntos en el brazo izquierdo. Creí que el cansancio me estaba jugando una mala broma, creí que solo le estaba confundiendo, pero cuando estuve frente a él y dejé mi carrito con instrumentos junto a su cama, no tuve ninguna duda.
Tuve que morderme la lengua para no gritar el único nombre que venía a mi mente: “Terry”.
Un poco más bronceado, con el cabello ligeramente más corto, la misma actitud cínica y aquellos impresionantes ojos en azul turquesa. Era la imagen exacta de aquel chico que conocí en un barco y con el que viví experiencias inolvidables, mientras estuvimos en el San Pablo.
La hoja médica marcaba el nombre “Cayden G. Ekins”, de 15 años, lo cual me recordaba que no podía tratarse de la misma persona.
—Hola, Cayden. ¿Tienes alguna molestia nueva, que no tenga nada que ver con las anteriores? —le coloque el termómetro y comencé a checar la presión arterial.
—No. Pero, si debo tener alguna molestia para que usted me revise, entonces con gusto la tendré —y ahí estaba, la misma actitud descarada y atrevida—. Solo tiene que pedírmelo.
—No creas que eres un chico muy original solo por decir eso —retiré el termómetro y anoté los resultados—. No eres el primero, ni el último que me dice algo así —en aquella sala se escuchó un “wooo” colectivo luego de mi respuesta.
—Tal vez si me enseña… —me reí, con fingida condescendencia y continúe con el siguiente paciente, aunque en cada oportunidad que tenía, me resultaba imposible no voltear a verle, solo para encontrarme, una y otra vez, con su profunda mirada sobre mi.

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