Capitulo 6

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Era un sobre, Roberta lo abrió y pudo ver que contenía unas cuantas fotografías. Se le hizo un nudo en la garganta al ver la primera de ellas.
Era de Diego cuando era un niño pequeño. Era exactamente igual a Alexander.
—Creía que te había dicho que esta habitación estaba fuera de los límites.
Al oír a Diego, Roberta se dio la vuelta tan rápido, que se le cayeron todas las fotografías.
—Yo... yo... —fue lo único que logró decir debido a lo nerviosa que estaba.
Roberta observó en silencio cómo Diego entró en la habitación y tomó del suelo las fotografías para volver a meterlas en el sobre.
—No hay nada de valor en esta habitación —dijo, mirando a su alrededor antes de volver a mirar a Roberta—. Ya te lo había dicho.
Roberta se humedeció los labios. Sabía que él tenía todo el derecho de estar enfadado.
—Siempre fuiste una gatita curiosa, ¿no es verdad? —dijo Diego, acercándose a ella.
A Roberta le costó respirar cuando Diego se detuvo demasiado cerca de ella.
—La puerta... no estaba cerrada...
—Normalmente lo está, pero decidí confiar en ti —aclaró Diego—. Pero parece ser que no lo puedo hacer.
No parecía que estuviese enfadado con ella, pero había algo en la expresión de su cara que la ponía igualmente nerviosa.
—Sólo estaba comprobando... —dijo Roberta de manera poco convincente.
—Sí, estoy seguro —dijo con cinismo Diego.
—¡De verdad! —insistió ella—. ¿Es mi culpa que no echaras la llave a la puerta?
—No tenías que haber rebuscado entre mis cosas —señaló Diego.
—No has vivido en esta casa desde hace unos dieciocho años —dijo Roberta—. Me sorprende que todavía haya cosas tuyas aquí.
—Para serte sincero, a mí también me sorprende —Diego la miró con una expresión extraña.
Roberta frunció el ceño. Se preguntó por qué el padre de Diego había dejado la habitación como estaba cuando éste se marchó. Al menos eso parecía.
—Tal vez te echara de menos —sugirió Roberta.
—Sí. Supongo que sí —dijo Diego con una dura expresión en su cara.
Roberta quería preguntar por qué, pero adivinó que era mejor que no lo hiciera. A Diego le había invadido el enfado.
Se dio la vuelta y se miró en un espejo que había colgado en la pared. En el momento en que su mirada se encontró con la de él sobre el espejo, sintió cómo el deseo la invadía. Como siempre le ocurría cuando lo miraba.
Cuando Diego se acercó y le puso las manos en los hombros, ella aguantó la respiración. Se le desbocó el corazón al tenerlo tan cerca.
—Me estás tocando... —pudo apenas susurrar Roberta
—Mmm... sí —contestó Diego, bajando sus manos por los brazos de ella, sin dejar de mirarla en el espejo.
—Estás... estás rompiendo las normas, Diego —dijo, humedeciéndose los labios cuando éste la agarró de las muñecas como solía hacer cuando estuvieron juntos.
—Lo sé —dijo, acariciándola—. Pero tú has roto mi norma y ahora tengo que pensar en un castigo.
No supo si fue ella quien se dio la vuelta o fue él quien se la dio, pero se encontró cara a cara con él, mirándolo a los ojos.
En aquel momento, él la acercó aún más hacia sí, y ella pudo sentir lo excitado que estaba. ¡Lo deseaba tanto! Nadie la había hecho sentirse así.
El deseo la invadió por completo cuando Diego se acercó a besarla. No se resistió. Lo aceptó con ardiente pasión y ambos se derritieron en un apasionado beso.
La besó como lo había hecho en el pasado, haciendo que sintiera que flotaba entre las nubes. Le encantaba cómo la besaba y cómo la tocaba. Se preguntó cómo había podido vivir sin aquello.
Cuando Diego empezó a acariciarle los pechos, ardientes de pasión, no hizo nada para detenerlo, como tampoco lo hizo cuando él se inclinó para acariciarle con su lengua los pezones, ante lo que ella se derritió de placer.
En aquel momento, Diego hizo que se tumbara sobre su cama. Por un segundo, Roberta recordó su compromiso con Miguel, pero cuando Diego se inclinó sobre ella, no pudo pensar en otra cosa que en cuánto lo deseaba.
—He esperado durante tanto tiempo hacer esto —gimió Diego mientras le levantaba la falda con ansia—. He soñado y suspirado por esto. Lo he planeado hasta no poder pensar en otra cosa.
«¿Planeado?», se preguntó a sí misma Roberta. Se quedó helada y se apartó de Diego.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo has planeado? —le preguntó.
Diego, en vez de contestar, trató de volver a tumbarla sobre la cama.
—No, Diego. Explícame qué quieres decir —dijo Roberta, poniéndose muy seria.
—¿Tenemos que hablarlo ahora? —preguntó Diego, frunciendo el ceño con frustración.
—Sí —dijo Roberta, levantándose de la cama y arreglándose la ropa antes de volver a mirarlo—. Ahora explícame qué quieres decir con eso.
—No te he ocultado que tenía intención de verte de nuevo —dijo Diego una vez se hubo levantado también de la cama—. Te lo dije el primer día que te vi.
—También me dijiste el día siguiente que no tenías intención de acostarte conmigo. ¿O te has olvidado de ese pequeño detalle? —Roberta lo miró llena de reproche.
—Sólo estoy respondiendo a la invitación que me has estado haciendo desde que nos vimos en el bar del hotel la primera vez. Si quieres, lo puedes negar. Pero tú tienes tantas ganas de estar conmigo como yo de estar contigo.
—Yo. Estoy. Comprometida —Roberta espetó las palabras con dureza.
—¿A quién se lo estás recordando... a mí o a ti? —preguntó Diego con una cínica sonrisa.
Roberta no había sentido nunca tantas ganas de abofetear a alguien como en aquel momento.
—Si piensas que puedes volver a retomar nuestra relación así porque sí, estás muy equivocado. Sé lo que estás haciendo, Diego. En cuando arregles esta casa, volverás a Londres o a París o a donde tengas a otra estúpida insensata esperando en vano tu compromiso —le reprochó con frialdad.
—Eso siempre te ha preocupado —dijo Diego—. No crees que una relación pueda ser buena si no hay algún tipo de compromiso.
A Roberta le costó mucho aguantar la mirada de Diego, pero antes de que pudiese pensar en una respuesta, éste continuó hablando.
—Lo que me hace preguntarme por qué no llevas anillo de compromiso. ¿Ni siquiera puede el pobre y viejo Miguel darte uno de segunda mano?
Roberta a pesar de lo enfadada que estaba, en vez de una larga lista de improperios, todo lo que hizo fue emitir un sollozo.
Diego se quedó mirándola cuando ella se tapó la cara con las manos para ocultar su angustia. No pudo evitar acercarse a ella y abrazarla.
—Lo siento —a Diego le sorprendió que no le doliera decir esas palabras, teniendo en cuenta que nunca se las había dicho a nadie.
Roberta no respondió, pero Diego podía sentir las lágrimas que mojaban su camiseta.
No recordaba haberla visto llorar antes. Y la verdad era que la admiraba por eso. En su niñez, aprendió que llorar era de débiles. Él, aunque recibiese muy mal trato, solía hacer lo que fuese para mantener sus emociones bajo control. Y la mayoría de las veces lo lograba.
La única vez que no había podido contener el llanto fue cuando su padre le dijo que habían mandado a su perro al campo. Diego sólo tenía diez años por aquel entonces. La manera en que el pequeño terrier le recibía cuando llegaba del colegio fue lo único agradable de su niñez.
Nadie desde entonces había estado tan contento de verle... bueno... quizá Roberta cuando empezaron su relación.
Roberta se apartó del abrazo de Diego y se secó las lágrimas con las manos ya que no tenía pañuelo.
—Toma —dijo Diego, acercándole uno de los pañuelos que había en uno de los cajones de la cómoda—. Está más o menos limpio, pero no planchado.
—No importa —dijo Roberta. Se dio la vuelta para sonarse la nariz.
Diego se quedó mirándola. Quería cambiar. Quería convertirse en la clase de hombre que ella necesitaba; un hombre digno de confianza que fuese un estupendo padre para los niños que él sabía que ella quería tener. Pero a su vez, se preguntó qué garantía podía darle de que no iba a acabar siendo como su padre. Tal vez las cosas fuesen bien durante un año o dos, pero sabía que sus genes se impondrían al final.
Había leído las estadísticas. Los hijos eran como los padres. No había escapatoria. No podía correr el riesgo.
—Siento lo que ha pasado... —Roberta se mordió el labio inferior, arrepentida—. No suelo ser así.
—Ya lo sé —estuvo de acuerdo Diego. Sonrió. Sonrió sin cinismo, sin desprecio, pero con tristeza—. Pero supongo que todos tenemos un límite.
—Creo que es esta casa... Es un poco... un poco deprimente... y bueno... triste — dijo Roberta.
Diego pensó en cuánta razón tenía. Empezó a recordar cuando su padre le pegaba. No le hubiera extrañado encontrar sangre suya seca, esparcida por el espejo y la pared, evidenciando la última pelea que tuvo con su padre. Pero parecía que éste decidió limpiarlo todo, aunque en una esquina del espejo todavía quedaba un poco de sangre visible.
Prefirió apartar esos pensamientos y tomó el sobre con las fotografías.
—Eh, siéntate aquí un segundo —dijo Diego, sentándose en la cama y dando palmaditas a su lado para indicarle a Roberta que se sentara junto a él.
—Pero no me toques, ¿vale? —pidió ella con la desconfianza reflejada en sus ojos cafés.
Roberta, de nuevo contuvo la respiración cuando Diego sacó la primera fotografía. Era la que ella había visto antes. Era la viva imagen de su hijo a la edad de dieciocho meses más o menos.
No sabía qué decir, así que guardó silencio.
—Creo que tenía un año y medio —dijo Diego, dándole la vuelta a la fotografía para leer algo que había allí escrito—. Sí...
—¿Qué pone? —preguntó ella.
—No gran cosa. Sólo detalles sobre lo que yo hacía, las palabras que ya decía, esa clase de cosas. Seguramente lo escribió mi madre.
Diego tomó la siguiente fotografía del sobre y se la pasó a Roberta sin soltarla. Ambos la sujetaron. En ella, aparecía un pequeño perro.
—¿Era éste tu perro? —preguntó Roberta, mirándolo.
Diego asintió con la cabeza y volvió a mirar la fotografía. Roberta pudo sentir cómo suspiraba.
En ese momento se creó un largo silencio entre ambos.
—¿Qué le pasó? —preguntó finalmente ella.
—Era una hembra —dijo Diego sin apartar la mirada de la fotografía.
Roberta pensó que seguramente Diego nunca antes le había enseñado a nadie aquellas viejas reliquias de su pasado.
—Se llamaba Patch. Cuando yo tenía más o menos ocho años, un día me siguió a casa desde el colegio —dijo Diego, volviendo a colocar la fotografía en el sobre.
—¿Cuánto tiempo la tuviste?
—Un año o dos.
—¿Se murió?
—Mi padre la mandó a vivir al campo —dijo Diego tras apartar su mirada de Roberta.
—¿Por qué? —Roberta no pudo evitar sentir simpatía por Diego cuando era niño.
—Seguramente hice algo que lo enfadó —Diego se encogió de hombros—. Fue el castigo que más me afectó, pero nunca se lo dejé saber.
Roberta reconoció en Diego la misma expresión que Alexander puso cuando el viejo periquito de la familia murió. Tenía roto el corazón aunque no lo mostrara. ¡Igual que su padre!
—¿Fuiste a verla alguna vez? —preguntó Roberta.
—No —fue todo lo que dijo él, como queriendo no hablar más del tema.
—¿Puedo ver el resto de las fotografías? —preguntó Roberta tras otro incómodo silencio.
Diego colocó el sobre en un cajón como respuesta. Parecía que se arrepentía de habérselas enseñado.
—Tal vez en otro momento —dijo él, dirigiéndose hacia la puerta y sujetándola para que Roberta saliera—. No quiero entretenerte. Tienes que trabajar.
Roberta salió muy decepcionada. Por un momento le había permitido entrar en lo más sagrado de su intimidad. Sintió que todos los sentimientos que había tratado de apagar durante aquellos años estaban de nuevo floreciendo. El amor que sentía hacia Diego era tan fuerte que daba igual lo que intentara hacer para apagarlo; nunca lo conseguiría.
Antes que continuar sintiendo el peso de la mirada de Diego en el pasillo, Roberta prefirió entrar en la primera habitación que encontró. Era un comedor. Al dirigirse a subir la persiana para que entrara luz, justo cuando tomó entre sus manos la cinta para subirla, una araña negra se colocó en su cabeza y empezó a andar sobre ella. Al sentirla, dio el grito más intenso de su vida.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Diego, que fue corriendo hacia ella, preocupado.
—Nada... —Roberta se rió, avergonzada—. Era una araña. Nada más.
—No sabía que le tenías miedo a las arañas —dijo Diego, frunciendo el ceño.
—Y no les tengo miedo. Simplemente no me gusta que me utilicen como paso de peatones
—¿Dónde está? ¿Quieres que me deshaga de ella? —preguntó Diego, buscando a la araña con la mirada.
—Seguramente ya se habrá ido —dijo Roberta—. ¡Creo que con mi grito la mandé al próximo siglo!
—Creí que habías visto un fantasma. No pensaba que alguien tan pequeño como tú pudiera gritar tanto —dijo Diego, dirigiéndole de nuevo una sincera sonrisa.
«¿Pequeña?», pensó Roberta. ¡Sólo una sesión de gimnasio y ya pensaba que era pequeña!
—He practicado mucho a lo largo de los años —dijo ella—. Lupita, Jose y yo solíamos hacer competiciones de gritos.
—¡Tus pobres padres! —Diego se compadeció de ellos irónicamente.
——Sí... —Roberta no pudo evitar reírse—. Una vez llamaron a la policía. Aparentemente, uno de los vecinos pensó que alguien estaba siendo asesinado o torturado por lo menos. Deberías haber oído cómo nos regañaron... —dejó de hablar al ver la expresión de la cara de Diego.
Parecía estar disgustado por algo de lo que ella había dicho, pero era como si no quisiera decirlo.
—¿Diego? —Roberta lo miró de manera indagadora, tocándole suavemente el brazo.
Diego se apartó y se dirigió a subir la persiana. Pudieron ver que las nubes negras que habían amenazado el cielo durante toda la mañana estaban en aquel momento sobre el jardín.
—¿Te dan miedo las tormentas? —preguntó Diego sin volverse.
—No... en verdad no —dijo ella. Esperó un segundo antes de seguir hablando—. ¿Te dan miedo a ti?
—Me solían dar miedo —contestó Diego—. Pero ya no.
—¿Cómo venciste tu miedo? —preguntó tras un momento Roberta.
Diego mantuvo silencio durante largo rato antes de contestar.
—Mi padre siempre sacó partido de la naturaleza. Si una tormenta era fuerte y ruidosa, los vecinos no podían oír lo que hacía —Diego miró a Roberta fríamente—. Desde luego que ninguno de los vecinos llamó a la policía. Pensaban que los golpes que se oían eran causados por la tormenta.
Tras oír aquello, Roberta se sintió enferma. Casi sintió vergüenza de la niñez tan buena que ella tuvo mientras que a Diego lo maltrataban.
—Oh, Diego... —dijo, suspirando su nombre—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Lo tengo superado, Roberta. Mi padre está muerto y yo tengo que seguir adelante. Ahora, las tormentas ya sólo son tormentas. No tienen otro significado para mí.
Roberta se fijó en la cicatriz que él tenía encima de su ojo derecho.
—Tu ojo... —se atrevió a decir Roberta—. Siempre dijiste que te habías hecho esa cicatriz en una pelea. Te la hizo tu padre, ¿no es así?
—Sí —contestó Diego, tocándose la cicatriz—. Fue la última vez que me puso las manos encima. Me faltaban dos días para cumplir dieciséis años. Me marché y juré que nunca más lo volvería a ver.
—Mantuviste tu promesa... —dijo Roberta por él.
—Sí. Nunca más lo vi con vida —dijo Diego con orgullo.
—Me hubiese gustado que me hubieses contado todo esto cuando estábamos... cuando estábamos juntos —dijo Roberta—. Me hubiese ayudado a entender por qué tú...
—¿De qué hubiese servido? Tú con tu perfecta familia. Todas las noches recordabas lo mucho que los querías. ¿Tienes idea de lo que realmente pasa detrás de las puertas cuando uno se va a la cama por la noche? ¿O sabes lo que es irte a la cama sin cenar? —preguntó, un poco violento—. ¿Sabes lo que es volver a casa del colegio aterrorizado por el castigo que ibas a tener si hacías demasiado ruido al pisar o al cerrar una puerta?
Roberta tuvo que morderse el labio inferior para no romper a llorar.
—No tuve respiro. Desde el día en que mi madre murió cuando yo tenía tres años, viví con un loco. Ni un solo día pasó sin que el miedo no me revolviese las tripas mientras él observaba, esperando golpearme de nuevo —dijo con amargura Diego.
Roberta quería decir algo, pero sabía que era mejor que no lo hiciera. Diego había guardado silencio durante la mayor parte de su vida, y en aquel momento era su turno para hablar.
Lo oyó suspirar profundamente, deseó poder abrazarlo y poder besar todas las partes de su cuerpo que su padre le había golpeado.
Le era casi imposible imaginar cómo alguien podía querer hacer daño a su propio hijo. Pensó en Alexander y en que ella, gustosa, daría su vida por él. Se preguntó cómo había podido ser tan cruel el padre de Diego.
—Durante la mayor parte de mi vida he hecho todo lo posible para no imitar a mi padre. Mi mayor aspiración es no convertirme en alguien parecido a él —dijo Diego con tristeza.
Roberta tomó aire, sin poder creerse que estaba presenciando la confesión que durante tanto tiempo había querido oír.
—Se casó más a menudo de lo que se cambiaba de camisa —continuó diciendo Diego—. Tuve una procesión de madrastras entrando y saliendo de mi vida. Todas ellas se marchaban en cuando descubrían la clase de hombre que era. Entonces decidí que yo no me iba a casar por si acababa siendo como él.
—Abusó de ti... ¿no es así? —preguntó Roberta casi susurrando.
Diego apartó la mirada de ella y le dio la espalda.
—No abusó sexualmente de mí —respondió Diego tras lo que a ella le pareció un largo silencio—. Pero aparte de eso, hizo de todo conmigo.
—Oh, Diego... —a Roberta se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Te das cuenta de que eres la primera persona a la que le cuento todo esto? — preguntó, compungido.
—¿De... de verdad?
—Durante el tiempo que estuvimos viviendo juntos, cada día quise decírtelo, pero pensé que si lo hacía te irías por miedo a que yo acabase siendo como él —Diego esbozó una triste sonrisa.
—Diego, tú nunca podrías ser como él...
—Me tengo que marchar durante varios días —dijo Diego, mirando por la ventana, como queriendo poner distancia—. Tengo que arreglar algunos asuntos y no estaré de vuelta antes del fin de semana.
—Está bien —dijo ella con suavidad—. Puedo seguir evaluando la casa yo sola. De todas maneras, tengo que comprobar algunas cosas para darte una idea del valor total.
—No me importa lo que valga este material; simplemente lo quiero fuera de aquí —dijo Diego.
Roberta observó cómo Diego se marchaba de la habitación evitando su mirada, como queriendo ocultar el dolor que todavía se reflejaba en sus ojos. Pero a ella no le hacía falta ver sus ojos. Podía sentir su dolor...

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