Roberta, te estoy pidiendo que te cases conmigo —dijo Diego, rompiendo el tenso silencio que se había creado.
—¿Me lo estás pidiendo? —respondió ella cuando fue capaz de hablar—. No. No me lo estás pidiendo. ¡Estás exigiendo algo que no tienes ningún derecho a exigir!
—No me hables de derechos —dijo él, enfadado—. Yo tenía el derecho de saber que había tenido un hijo. Y no me lo dijiste. Es hora de que lo pagues, Roberta. O te casas conmigo o te atienes a las consecuencias.
Roberta se preguntó a qué consecuencias se estaría refiriendo Diego, y sintió un escalofrío. Diego era un hombre rico. Muy rico. Ella no podría luchar contra alguien como él.
—¿Cuánto crees que dudaría un matrimonio así? —preguntó Roberta, deseando que no se le notara el miedo, aunque estaba aterrorizada.
—Durará el tiempo que tenga que durar —contestó Diego—. Todos los niños necesitan sentirse seguros y, por lo que he visto, ese pequeño se siente inseguro y necesita un padre.
A Roberta le sorprendió que, habiéndolo visto sólo una vez, Diego hubiera analizado con tanta perspicacia al niño.
—Alexander todavía no tiene ni cuatro años —dijo ella—. Creo que es un poco pronto para definirlo como un neurótico ansioso.
—¿Qué le has dicho de mí? —preguntó Diego, mirándola con dureza.
—Le he dicho la verdad. Que su padre no quería tener hijos —contestó Roberta, mirándolo fijamente.
En ese momento, Diego recordó todas las conversaciones que habían mantenido sobre el tema cuando estuvieron juntos. Comprendió por qué le había ocultado su embarazo. Muy probablemente, la hubiera presionado a que abortara. Pero haber visto a Alexander aquella tarde, se dio cuenta de una cosa que antes ni siquiera se había parado a pensar lo suficiente; que un feto no era sólo un conjunto de células. Tenía el potencial de convertirse en una persona de verdad.
Alexander era una persona de verdad.
Era su hijo.
—Roberta, no puedo cambiar el pasado. Nunca quise que ocurriera esto, pero así ha sido —tomó aire y prosiguió hablando—. Dada la educación que has recibido, comprendo que no terminaras con el embarazo. Y como antes has dicho, viendo el caso de Jose, no habrías dado nunca al niño en adopción.
Roberta observó cómo a Diego se le reflejaban las emociones en la cara; el saber que tenía un hijo lo había destruido. Era su peor pesadilla hecha realidad. No importaba lo dulce que era Alexander, Diego sólo podía pensar en que la sangre de León Bustamante corría por sus venas.
—Lo siento, Diego... —dijo Roberta—. No sé qué más decir.
—Puedes decir que sí —dijo Diego—. Puedes decir que te casarás conmigo, y esta situación estará resuelta.
—¿Cómo se va a resolver? —preguntó ella—. ¿Cómo podríamos fingir que las cosas son siquiera normales entre nosotros?
—Me atrevo a pensar que las cosas entre nosotros serán muy normales. Una vez casados, retomaremos nuestra anterior relación.
—¿Te refieres a las relaciones sexuales? —preguntó Roberta, impresionada.
—Desde luego —respondió Diego sin alterarse.
—¿No te estás olvidando del pequeño, pero no menos importante detalle de que tengo novio?
—No considero a Miguel como tu novio. Ni siquiera ha sido capaz de convencerte de que lleves su anillo de compromiso, y por la manera con la que me comes con los ojos, me atrevo a decir que tampoco te ha convencido de que te vayas a la cama con él.
—Todavía quedan algunos hombres en el mundo que saben controlarse —dijo Roberta—. Miguel tiene fe. Yo respeto eso aunque no lo comparto.
—¿Fe? —Diego resopló mordazmente—. Necesitaría algo más que fe para vivir contigo. Eres la tentación en persona. Yo he querido hacerte el amor desde que te vi en aquel bar del hotel.
Aquellas palabras impresionaron tanto a Roberta que no supo qué contestar. Sintió cómo se le aceleraba el corazón y el pulso se le disparaba.
—Estoy comprometida —logró decir finalmente, aun sabiendo que no sonaba convincente—. Estoy comprometida con Miguel.
Diego sacó el teléfono móvil que llevaba colocado en una cinturilla y se lo acercó a Roberta.
—Dile que se ha acabado. Dile que en vez de casarte con él, te vas a casar conmigo —dijo Diego, indicándole el teléfono para que llamara.
—¡No puedo hacer eso! —exclamó Roberta, mirando el teléfono móvil como si fuese un arma peligrosa.
—Hazlo, Roberta —ordenó Diego—. O lo haré yo por ti.
—¡No puedes hacer que rompa mi compromiso!
—¿De verdad crees que no? —preguntó él, esbozando una sarcástica expresión con su boca—. ¿Y si llamo al viejo y querido Miguel y le digo que ya no hay acuerdo?
Roberta tragó saliva, muy nerviosa.
—Hay un buen número de anticuarios que querrían muy gustosamente quedarse con todo esto —siguió diciendo Diego.
—¿Piensas que puedes persuadir a Miguel de que rompa conmigo con un soborno como éste?
—¿Por qué no lo llamas y lo averiguas tú misma? —sugirió Diego, acercándole de nuevo el teléfono.
Roberta tomó el teléfono y marcó el número de Miguel, como atontada.
—¿Miguel?
—¡Roberta! —contestó Miguel, emocionado—. ¿Cómo te ha ido el día? —antes de que ella pudiese contestar, prosiguió hablando—. ¿Te acuerdas de aquella remesa de Leura que pensé que habíamos perdido? Bueno, te va a encantar saber que la familia del fallecido ha decidido que nos hagamos cargo nosotros de la mercancía. ¿No es estupendo? Con lo que vas a obtener de Diego Bustamante, ¡todos hablaran de nosotros en la ciudad!
—Miguel... Diego ha conocido a Alexander.
—Mi madre, desde luego, está contentísima —divagó Miguel, excitado—. Mi padre y ella nunca imaginaron dónde llegaría, pero te tengo que dar las gracias a ti, sin tu...
—Miguel... —Roberta lo interrumpió—. Diego ya sabe que Alexander es su hijo.
—Sé que es muy pronto, pero aparecerá en todos los periódicos. Las antigüedades Miguel Arango serán las principales... —Miguel tomó aire—. ¿Qué has dicho?
—Que Diego ya sabe que Alexander es su hijo —dijo ella, evitando la mirada de Diego— . Me ha pedido que me case con él.
En ese momento se creó un silencio en la conversación.
—¿Qué le has contestado? —preguntó Miguel finalmente.
—¿Tú qué crees?
—Roberta, sé que has intentado con todas tus fuerzas ocultármelo, pero desde hace bastante tiempo sé que no me quieres —dijo Miguel tras suspirar profundamente.
—Pero yo...
—No pasa nada, Roberta... —la interrumpió Miguel—. Yo lo entiendo. De verdad. Todavía tienes sentimientos hacia...
—¿Estás actuando así por la remesa? —preguntó repentinamente Roberta.
—Roberta, ¿cómo puedes pensar eso de mí? —preguntó Miguel, claramente dolido—. Alegremente se la daría a otros si pensara que casándote conmigo en vez de con Diego serías feliz. Nunca vas a ser feliz hasta que no resuelvas tu pasado con él. Y los dos lo sabemos.
Roberta apretó enfadada el teléfono contra sí, ya que Diego estaba oyendo toda la conversación.
—Vas a tener que casarte con él —insistió Miguel—. Si no lo haces por Alexander, hazlo por mí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, y le dio un vuelco el corazón.
—Después de todo, Diego es el padre de Alexander. Yo nunca me podría poner en su camino, no estaría bien. No sería decente. No sería moral.
—¿Pero y qué pasa con nosotros? —preguntó Roberta en voz baja, dándole la espalda a Diego.
—Roberta —dijo Miguel, resignado—. Sabes lo mucho que me importas, pero desde hace mucho tiempo sé que tú no sientes lo mismo por mí. Eso ha preocupado a mi madre durante mucho tiempo. Nos podríamos haber casado hace meses, pero tú no querías. ¿Eso no te demuestra nada?
Roberta no sabía qué decir. Le había tenido casi pavor al día en que sus vidas estuvieran unidas legalmente, a pesar de la sincera gratitud que le tenía por todo lo que había hecho por ella.
Miró hacia Diego y observó la expresión de satisfacción que tenía.
—Siento todo esto, Miguel... no quería hacerte daño. Has sido tan bueno con Alexander y conmigo —le dijo Roberta.
—No te preocupes —dijo Miguel—. Siempre seremos amigos. De todas maneras nos seguiremos viendo. Todavía trabajas para mí, ¿recuerdas?
—Sí...
Justo en ese momento, Diego se acercó y le quitó el teléfono a Roberta.
—Arango, soy Diego Bustamante. Roberta no va a seguir trabajando para ti una vez que se te entregue esta remesa. Tengo otros planes para ella.
—Oh... ya veo... Bueno, entonces les deseo lo mejor. A los dos. Y a Alexander también, por supuesto... —contestó Miguel.
—Deberíamos terminar el negocio la semana que viene. Ha estado bien hacer negocios contigo, Arango —dijo Diego.
—Sí, sí, claro... maravilloso hacer negocios con usted, señor Bustamante. Absolutamente maravilloso. Adiós.
—Vaya gilipollas —masculló Diego al meterse el teléfono en el bolsillo.
—¡Estúpido engreído! —gritó Roberta, empujando a Diego por el pecho—. ¿Cómo te atreves a manejar mi vida? Tengo otros planes para ella. ¡Desde luego! ¿Quién te crees que eres?
—Soy el padre de tu hijo, y tan pronto como lo pueda arreglar, seré tu marido — dijo, agarrando la mano de Roberta y sujetándola contra su pecho.
—¡No puedes cancelar mi trabajo de esta manera!
—Ya lo he hecho.
—¿Y qué es exactamente lo que tienes planeado para mí? —criticó Roberta—. ¿Qué te limpie las botas con la lengua todos los días?
Diego le miró la boca, acalorado, antes de volver a mirarla a los ojos, que echaban chispas.
—No. Estaba pensando en algo mejor.
A Roberta le indignó ver la actitud que tomó Diego, provocándola sexualmente.
—¡No quiero casarme contigo! ¡Te odio!
—Roberta, tú no me odias —dijo Diego, apretándola aún más contra sí ante los intentos de ella de soltarse—. Tú me deseas. Por eso es por lo que has estado fijando esas estúpidas barreras de no tocarnos ni mirarnos y todo eso; porque te tienta mucho irte a la cama conmigo. Y lo sabes. Siempre ha pasado lo mismo entre nosotros. Desde que nos conocimos en Londres, hubo química entre nosotros. Y no lo podemos evitar.
—¡Eres tremendamente engreído! —contestó Roberta—. No tengo ningún deseo de acostarme contigo.
—¿Crees que si repites eso mismo muchas veces lograrás convencerte a ti misma? —preguntó Diego—. No seas tonta, Roberta. En este preciso momento puedo sentir cómo me deseas. Te pasa lo mismo que a mí. ¿No lo puedes sentir? —dijo, colocando la mano de ella sobre su pecho.
Roberta pudo sentir la excitación sexual de Diego. Le miró la boca y se quedó sin aliento cuando él se acercó a ella para besarla.
Empezaron besándose con delicadeza para luego hacer el beso más profundo. Cuando sus lenguas se encontraron, Roberta sintió que las piernas se le quedaban sin fuerza. Sintió un irresistible deseo cuando sintió la erección de Diego presionando contra su estómago. Recordó la manera con la que la penetraba... la llenaba por completo.
Él tenía razón. La química que había entre los dos era demasiado fuerte como para ignorarla. Se sentía en el ambiente cada vez que estaban en la misma habitación, por no hablar de cuando estaban abrazados, como lo estaban en aquel momento.
Diego la llevó hasta el dormitorio que había ocupado de niño. Se tumbaron en la cama y se besaron como si hubiesen estado deseando hacerlo desde hacía mucho tiempo... con una pasión irresistible. Ella empezó a desnudarlo. Le quitó la camiseta para a continuación desabrocharle los pantalones. Empezó a acariciarle el sexo. Él gimió y le apartó la mano para poder quitarle la camiseta y el sujetador. Roberta gimió de placer cuando él empezó a besarle y mordisquearle los pezones.
En ese momento, Diego se quitó los pantalones y la desnudó por completo. Para Roberta, sentir el cuerpo desnudo de Diego sobre el suyo fue demasiado placer.
La penetró de repente. Ella lo recibió sin resistencia. Lo deseaba tanto que en poco tiempo casi estaba a punto de sumergirse en un océano de placer, ante lo cual él frenó y la besó.
—No pares ahora —le suplicó, susurrando—. ¡Ahora no puedes parar!
Entonces él volvió a penetrarla, haciendo un inmenso esfuerzo para mantenerse bajo control.
—Ni siquiera debería estar haciendo esto —dijo él—. No llevo puesto un preservativo.
—No pasa nada —dijo ella, agarrándolo por las nalgas, presionando para sujetarlo por donde más lo deseaba en aquel momento.
—¿Estás tomando la píldora? —preguntó Diego, deteniéndose un momento.
«¿La píldora?». Roberta se preguntó cuándo había sido la última vez que se la había tomado. No se acordaba muy bien, pero había sido algún día de aquella semana. Ya no le preocupaba tanto, ya que a Miguel...
—¿Te estás tomando la píldora? —repitió Diego.
—Sí —contestó ella, cruzando los dedos mentalmente.
—Por si acaso voy a parar —dijo Diego.
—¡No! —Roberta lo agarró, con la necesidad reflejada en los ojos—. No tienes que hacer eso.
—Hay otras maneras de arreglar esto. ¿No lo recuerdas? —dijo él, dirigiéndole una sexy sonrisa.
¡Sí que se acordaba! Ese era el problema.
Empezó a besarlo mientras que él volvía a moverse. Realmente amaba a aquel hombre. Era todo su mundo. Su vida comenzó cuando lo conoció y la única razón por la que siguió cuando rompieron, fue porque llevaba dentro de sí una parte de él. Estaban unidos para siempre por su hijo y, aunque ella sabía que quería casarse con ella por obligación, sabía también que lo amaría hasta el último día de su vida.
Cuando le llegó su momento de éxtasis, Diego trató de aguantarse pensando en algo horroroso, pero fue imposible. El placer que estaba sintiendo era demasiado y no pudo evitarlo. Sintió que el placer le inundaba el cuerpo, hasta que lo derrumbó en los brazos de Roberta.
—Lo siento —dijo tras un momento de silencio—. Ha sido tan egoísta y grosero por mi parte.
—No... no te disculpes —dijo, acariciándole la cara.
—No me he podido aguantar —dijo, todavía un poco agitado—. Tienes este raro efecto en mí. Me siento como si tuviese dieciséis años cuando estoy cerca de ti. No puedo controlar mis hormonas. No tengo finura, sólo una lujuria egoísta.
—No eres egoísta... —Roberta le acarició los labios durante un rato.
Diego tomó el dedo de Roberta y se lo introdujo en la boca, chupándolo con ansia.
En ese momento la tumbó de nuevo en el colchón, mirándola con unos ojos que ella sabía lo que indicaban. Sintió mariposas en el estomago mientras que él bajaba por su cuerpo.
—No tienes que... ¡oh!
—Sí que tengo que hacerlo, pequeña. Te lo debo —dijo, levantando la cabeza y mirándola.
—Yo... yo... —Roberta se dio por vencida cuando la lengua de Diego empezó a acariciarla, llenándola de placer.
La manera en la que Diego la acariciaba hizo que llegara un momento en que no se pudo contener. Sintió que su cuerpo era invadido por el placer...
Roberta se quedó tumbada con los ojos cerrados. En silencio. No sabía si iba a ser capaz de mirar a Diego a los ojos. Aquello que había pasado no iba a ayudarla a mantener su orgullo. Lanzarse desesperada a los brazos de Diego había sido un fracaso. ¡Vaya lío!
Hace cuatro años y medio todo lo que ella había querido era que él le propusiera matrimonio y formar una familia con él. En vez de eso había roto con él, embarazada, aterrorizada y sola, sabiendo que con él no tenía ningún futuro mientras que tuviera a su hijo.
Roberta se preguntó si él alguna vez se había preocupado por ella. Nunca le había dicho que la amara. Le había dicho que la deseaba, incluso le había llegado a agobiar con la manera en la que se lo demostraba físicamente, pero jamás le había dicho que la amaba.
Cuando sintió que Diego se levantaba de la cama, abrió los ojos.
—¿Cuánto tiempo crees que se tardará en sacar todos estos muebles de la casa? — preguntó Diego, mirándola.
—Puedo sacarlo todo en unos pocos días —dijo Roberta, simulando no estar afectada por lo que acababa de pasar—. No he terminado de evaluarlo todo, pero eso se puede hacer en el salón de exposiciones de Miguel.
—Bien —dijo Diego—. Quiero empezar a reformar la casa para que así nos podamos mudar aquí en cuanto nos hayamos casado.
—¿No estás dando demasiadas cosas por hechas? —preguntó Roberta, ofendida de que él hubiese dado por hecho que ella iba a acceder a todos sus planes—. No recuerdo haber dicho que me iba a casar contigo.
—Vístete. Quiero ver a tu familia esta noche para discutir los detalles de la boda — dijo Diego, tomando la ropa de Roberta del suelo y lanzándosela para que se vistiera.
Roberta se levantó de la cama y apartó la ropa a un lado, sin importarle estar totalmente desnuda.
—¡Vete a freír espárragos, Diego Bustamante! —le gritó furiosa—. ¿Piensas que mis padres van a hacer lo que tú tienes planeado? Creo que los conozco un poco mejor que tú. Además de que no veo que mi padre vaya a dar su permiso.
—Roberta, tienes veinticuatro años —señaló hábilmente—. No creo que tengamos que obtener el permiso de nadie para casarnos.
—No puedo creer que quieras seguir adelante con todo esto. Siempre has estado en contra del matrimonio. Que tengamos un hijo no significa que tengamos que casarnos.
—No, pero he decidido que me quiero casar contigo y así lo haré.
—Bueno, para empezar, la forma en que me lo has pedido se puede mejorar —dijo Roberta, dirigiéndole una mordaz mirada.
—Sí, bueno... Nunca antes lo había hecho, así que lo siento si no es la forma correcta —dijo Diego bruscamente.
Mientras se vestía, Roberta se preguntó por qué no podía controlarse más con Diego, por qué siempre acababa haciendo que ella se quedara temblando, emocionalmente alterada.
Cuando se dio la vuelta, decidida a decirle unas cuantas cosas, él se había ido. Ella se quedó allí, mirando hacia la puerta durante un largo rato. Todavía podía oler la esencia de Diego...NO OLVIDEN DE VOTAR Y COMENTAR ❤
⚠ÚLTIMOS CAPÍTULOS⚠