El rey de Chicago

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Historia basada en los crímenes de Al Capone

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Historia basada en los crímenes de Al Capone. Historia escrita por Page Beddict

No había almas perdidas bajo aquel cielo de domingo.

Todavía quedaban varias horas para que los cristianos se vistieran con sus mejores trajes y escucharan la misa, y algunas pocas más para que salieran de la iglesia e hicieran lo contrario a lo que propugnaban sus sermones. Las calles estaban vacías, las ratas se habían cansado de huir de los gatos y los motores de los coches guardaban silencio.

Al Capone fumaba un cigarro apoyado en la última farola encendida. Su sombra se fundía con el gris del amanecer mientras observaba la pista de despegue tratando de discernir en qué avión iba Johnny. Inútil. Su antiguo socio era un rostro oscuro tras la ventanilla; se preguntó si estaría mirando a través de ella, dando su último vistazo a la ciudad de Chicago, o si hablaría con su esposa mientras el suelo americano se alejaba para siempre.

Volaba a Italia, su tierra natal, huyendo de la mafia que él había creado. Convencerle no había sido fácil; hacerlo sin que él se diera cuenta, menos todavía. Los enemigos de Al Capone lo tomaban por un bruto sin sesos; Johnny también, y ese fue su error. Sí, Capone había empezado en la mafia desde lo más bajo: matón callejero, navajero, violento y asesino. Desde muy joven, comprendió que se le daba mejor cortar cuellos que cortar el pelo; luego, probó a ordenar a otros que mataran por él. Eso le gustó más.

Apuró el cigarro con una calada rápida y después arrojó la colilla al suelo. Había demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo contemplando el vuelo de un fantasma. Johnny había sido el jefe de la mafia italiana en Chicago; su primer encuentro sucedió cuando Al era poco más que un niño. Primero le tomó como peón, pero a medida que el joven destacaba en las peleas contra los irlandeses, Johnny le fue encargando cometidos más importantes hasta que Capone se convirtió en una pieza clave de la organización. En los últimos años fueron socios.

Socios con perspectivas muy diferentes.

""—¡No podemos meternos en una pelea de bandas! —exclamó Johnny.

Era de noche y ambos hombres fumaban puros bajo la atenta mirada de un par de botellas de whisky.

—Piensa en las ventajas —replicó Al. Había bebido y estaba alterado, aunque la culpa no la tenía el licor—. Con la Ley Seca, la venta ilegal de alcohol se ha convertido en el negocio más lucrativo que existe. ¿De verdad quieres compartir parte del pastel con esos pelirrojos con pecas?

—El dinero no nos devolverá la vida si estamos muertos.

—Entonces, matémosles nosotros primero.

Johnny se puso en pie de un salto:

—¡No entraré en una guerra abierta con los irlandeses!

Capone le imitó con tanta fuerza que su silla cayó al suelo:

—¡Ya estamos en guerra! —La cicatriz en su mejilla quemaba como el deseo de un niño.

Johnny le miró. No dijo nada, no pestañeó; tras un instante —¿Un minuto? ¿Una hora?— se dio la vuelta y le dejó solo. Entonces, Capone supo que aquella ciudad era demasiado pequeña para dos reyes. Y actuó en consecuencia.

El chófer le estaba esperando en el aparcamiento y le abrió la puerta del coche antes de poner rumbo a la mansión. Cuando llegó a América desde Italia, la casa de Al eran cuatro paredes sucias que compartía con una piara de hermanos y dos padres intransigentes; ahora, nadaba en la abundancia. Ventajas de ser un capo de la mafia. Claro que el precio fue la muerte de su hermano pequeño en una trifulca con los irlandeses. Sus padres le echaron la culpa; no le habían vuelto a dirigir la palabra desde el entierro. ¿Qué importaba? Si quería amor, podía comprarlo.

¿Y Johnny quería que dejaran a los irlandeses en paz? Sintió de nuevo el peso de la cicatriz que dividía su rostro en dos, cortesía de... los irlandeses. Oh, la guerra había empezado hacía mucho tiempo y Capone estaba decidido a ganarla.

Cuando llegó a su casa, sus hombres ya le estaban esperando en el despacho. Al no perdió tiempo en formalidades.

—¿Qué sabéis de ese maldito cabrón? —preguntó mientras se sentaba.

—Nuestros hombres están siguiéndole. No ha pasado la noche en su casa, sino en un apartamento de las afueras. —El mafioso dudó antes de añadir—: Creo que se huele algo, jefe.

—Mejor. Los cazadores de verdad saborean el miedo de sus presas antes de matarlas —sentenció Capone. Miró el aparador, donde guardaba varias botellas de whisky y coñac; casi podía escuchar la voz del alcohol llamándole—. El líder de los irlandeses debe morir. Es un estorbo para nuestros camiones y nuestros bares clandestinos; además... Estoy harto de esos hijos de la Gran Bretaña.

—Johnny quería sellar la paz con ellos —terció Rick, un sicario viejo que había perdido puntería con los años.

Al lo miró de reojo:

—Johnny se ha ido. Su avión partió hace una hora y no volverá; yo soy el jefe de la familia ahora; mi palabra es la ley. Y digo que no compartiré con nadie los beneficios de la venta ilegal de alcohol.

Sus sicarios se revolvieron; algunos parecían más complacidos que otros, pero nadie protestó. Aquello sería suficiente... por el momento.

—¿Y qué hacemos con los guardias, jefe? —preguntó uno—. La policía nos pisa los talones y el fiscal parece empeñado en meternos entre rejas, el muy cabrón...

—Compraremos a la policía y mis abogados se encargarán del fiscal. —Capone tomó aire. Dios, de verdad que necesitaba una copa—. Por querer vaciar las calles de alcohol, las llenaron de sangre.

››El Congreso aprobó esta estúpida ley; moral y virtud, ¡Ja!, ¿qué creyeron que pasaría? El ser humano necesita un vicio igual que las ratas necesitan la mierda. Nosotros le daremos a Chicago lo que pide, nos haremos ricos; y a todos los que se interpongan en nuestro camino... obtendrán sangre. Habrá tanta sangre que la ciudad se ahogará en ella mientras brindamos con su alcohol ilegal.

Al abrió y cerró el puño. Pensó que necesitaba dormir tras una noche en vela; le habría gustado que su amante estuviese allí para poder celebrar juntos el reciente triunfo, pero aquella era la casa de su familia: jamás insultaría a su esposa llevando a una furcia bajo esas cuatro paredes.

—Quiero que esta noche Chicago no hable de otra cosa que no sea la trágica muerte del líder de los irlandeses —ordenó Capone. Sus hombres asintieron. Después, se marcharon uno a uno, dejándole solo.

El amanecer se filtraba tras las cortinas del despacho. Fuera olía a humo, pecado y contaminación, pero en aquel cuarto se respiraba el aroma de la victoria. Capone contempló su reflejo en un espejo olvidado, regalo de su esposa años atrás. Lo había dejado en el despacho porque no encontró otro sitio donde colocarlo, pero ahora le parecía profético: su rostro marcado por la cicatriz, envuelto por los rayos del nuevo sol como una corona de oro. Una tiara dorada para el rey de Chicago.

Entonces, sonrió.

Gélida Crueldad - Cuentos de crímenes realesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora