75. Colibrí

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Colibrí

GAVREL

«Cuando todas las cosas fueron creadas, faltaba alguien que llevara lo deseos y pensamientos de un lado a otro. Los dioses ya no tenían barro ni maíz, así que tomaron una piedra de jade y con ella tallaron una flecha muy pequeña. Al terminarla, soplaron sobre ella y ésta salió volando. Ya no era más una piedra, habían creado al colibrí. Era muy frágil y ligero, tanto que podía acercarse a las flores más delicadas sin mover un solo pétalo.

Un día el hombre quiso atraparlo y los dioses se enojaron y dijeron: "Si alguien quisiera atrapar un colibrí, éste morirá". Y fue así como se respetó la libertad del ave para poder cumplir su misión: llevar los pensamientos y deseos de los hombres de un lado a otro...

—La golpearon por todos lados —dice nana con palabras entrecortadas, apenas puede creerlo, y al darme de vuelta su atención me dirige una mirada cargada de tristeza y reproche que sin duda merezco.

A pesar de que hay silencio, y al menos en esta parte del castillo oscuridad, el sol aún corona el cielo. Así y todo, de acuerdo a la profecía que está por cumplirse, eso no será por mucho tiempo. Los pájaros ya no cantan, en la estera del empíreo ya no hay nubes para ellos, ni flores en el suelo. Y los colibrís necesitan de las flores tanto como las flores necesitan de los colibrís.

En tanto espero respuestas, Elena descansa sobre una cama con dosel y sabanas de lino. Diferente a lo que la reina mandó para ella.

—Tiene al menos dos costillas rotas.

—Pensé que estaría bien allá —digo, finalmente, siendo el caso que es mi deber responder por ella y por...—. No podían matarla. Se los prohibí. Me aseguraron que no habría de qué preocuparse... Organizaba levantamientos. Pese a todo, seguía siendo ella.

—Está en los huesos —agrega nana, molesta.

Como su «niño», además de su monarca, es una de las pocas veces que la he visto decida a darme de bofetadas.

—Enviamos mucha comida a la isla de las viudas —A pesar de todo Adre sabe que no mentiría—. Hace dos días monjes del Monasterio prepararon dos docenas de pasteles para ellas.

—Pues a menos que Elena se encontrase en huelga de hambre, no parece haberle llegado algo.

Las hebras de su cabello de igual forma son bruzas de polvo y sus labios un pozo seco. Ella, en general, huele a sangre y ceniza.

Como si se tratase de un lienzo, acerco mi mano a su rostro y acaricio con mis nudillos las magulladuras.

Nana, igualmente, la limpia con probidad; ya no lleva puesto el vestido de interna, ahora solo la cubre una sábana.

Cuando llegó, el rostro de Elena estaba pintado como el de un payaso y el resto de ella repleto de forraje, sangre y tierra. Parecía el número final de la Rota.

Pero no lo es.

Para comodidad de Elena, la luz en la habitación es escasa, las cortinas se mantienen cerradas y la entrada, al tratarse de una habitación con vestíbulo, está restringida. Isobel entra precaución. Trae con ella más sábanas.

—«Si tan solo hubieras dejado esa polla en su lugar» —lee a propósito Sasha, recordándonos a nana y a mí que sigue presente. La conversación nos abstrajo tanto que lo olvidamos—. Estoy de acuerdo —da un manotazo a la carta—. Malditos hombres.

Aclaro mi garganta con enfado.

—¿Qué? —Sasha finge no entender el porqué de mi molestia—. Releo para buscar información.

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora