Capítulo I

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Viajaba solo en mi automóvil por una solitaria carretera de la Patagonia, tierra que debe su nombre a una tribu de indígenas que, supuestamente, se distinguían por tener sus pies desproporcionadamente grandes, cuando de repente vi, a un costado del camino, un bulto de aspecto extraño. Instintivamente aminoré la marcha y con asombro, descubrí que un mechón de cabellos rubios asomaba por debajo de una manta azul que parecía envolver a una persona. Detuve el coche y, al salir, quedé totalmente asombrado. Allí, a centenares de kilómetros del pueblo más cercano, en medio de un páramo en el que no podía verse ni una sola casa, ni una verja, ni un árbol, un jovencito dormía plácidamente sin la menor preocupación en su rostro inocente.

Lo que había tomado equivocadamente por una manta era en realidad una larga capa azul con charreteras, que por momentos dejaba ver su interior púrpura, de la cual surgían unos pantalones blancos, como los que usan los jinetes, introducidos en dos relucientes botas de cuero negro.

El conjunto confería al muchacho un aire principesco, incongruente en aquellas latitudes. La bufanda de color trigo que ondeaba al descuido en la brisa de primavera se confundía a veces con sus cabellos, lo que le daba un aire melancólico y soñador.

Me quedé allí parado un rato, perplejo ante lo que para mí representaba un misterio inexplicable. Era como si hasta el viento, que descendía desde las montañas formando grandes remolinos, lo hubiera esquivado con su polvareda.

Comprendí de inmediato que no podía dejarlo dormido, indefenso en aquella soledad, sin agua ni alimentos. A pesar de que su aspecto no inspiraba temor alguno, tuve que vencer una cierta resistencia para acercarme a aquel desconocido. Con algunas dificultades, lo tomé entre mis brazos y lo deposité sobre el asiento del acompañante.

El hecho de que no hubiera despertado me sorprendió tanto, que por un momento temí que pudiera estar muerto. Pero un pulso débil aunque constante me reveló que no era así. Al volver a dejar su mano lánguida sobre el asiento, pensé que, de no haber estado tan influido por las imágenes de seres alados, habría creí do encontrarme en presencia de un ángel descendido a la Tierra. Luego me enteraría de que el muchacho estaba exhausto y al límite de sus fuerzas.

Cuando reanudé la marcha, pasé un largo rato pensando cómo los adultos, con sus advertencias para protegernos, nos alejan de los demás, al punto de que tocar a alguien o mirarlo a los ojos provoca una incómoda aprensión.

—Tengo sed —dijo de pronto el muchacho, y su voz me provocó un sobresalto, porque me había olvidado casi por completo de su presencia. A pesar de que lo había dicho en voz muy baja, el sonido de su voz poseía la transparencia del agua que estaba pidiendo.

En viajes largos como aquél, que podían durar hasta tres días, siempre llevaba en el coche bebidas y algún alimento, para no tener que detenerme más que para cargar combustible. Le di una botella, un vaso de plástico y un bocadillo de carne y tomate envuelto en papel de aluminio. Comió y bebió sin decir palabra. Mientras lo hacía, mi cabeza iba poblándose de preguntas: «¿De dónde vienes?», «¿Cómo has llegado hasta aquí?», «¿Qué estabas haciendo ahí, tendido en la cuneta?», «¿Tienes familia?», «¿Dónde están?», etcétera, etcétera. Por mi naturaleza ansiosa, rebosante de curiosidad y de deseos de ayudar, todavía hoy me asombra haber sido capaz de permanecer en silencio aquellos diez interminables minutos, mientras esperaba que el joven recobrara las fuerzas. Él, por su parte, se tomó la bebida y la comida como si fuese lo más normal del mundo que, tras yacer abandonado en medio de un paraje semidesértico, apareciera alguien para ofrecerle algo de beber y un sándwich de carne.

—Gracias —dijo al terminar, antes de volver a apoyarse en la ventanilla, como si bastara con aquella palabra para disipar todas mis dudas.

Al cabo de un momento me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado a dónde se dirigía. Como lo había encontrado en el lado derecho de la carretera, había dado por supuesto que viajaba en dirección al sur, pero en realidad lo más probable era que estuviese tratando de llegar hasta la capital, que se hallaba hacia el norte.

Resulta curiosa la facilidad con la que asumimos que los demás deben ir en el mismo sentido que nosotros.Cuando volví de nuevo la mirada hacia él, era demasiado tarde. Otros sueños lo habían llevado muy lejos de allí.

El regreso del joven PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora