Carta al comisario

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De Salvador a Boston y de allí a Angostura

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De Salvador a Boston y de allí a Angostura

— Venezuela está con una cara muy fea — Juan Roscio apuntó con la barbilla cuadrada para la pequeña villa portuaria. — No era así, años atrás.

Concorde, quedando en silencio.

Ni por delicadeza yo podría cuestionarlo.

Habíamos acabado de llegar. El calor era casi insoportable y mire que estoy acostumbrado con eso. El Recife donde nací y crecí también es un horno, en el verano, y yo hubiera pasado temporadas muy calientes en Salvador, en Río de Janeiro y en Luanda. Pero allí, sin embargo, cerca de la Línea del Ecuador, los rayos del sol parecían flechas de fuego que, reverberando en la superficie del océano, elevaban la temperatura al límite del soportable. La suciedad y el abandono también daban pena, y la mitad del caserío estaba en ruinas.

— Es el resultado de una serie de desastres — mi anfitrión intentó explicar, y en el libro siempre cerrado de su rostro esta vez pude leer "disgusto" y "vergüenza". — Pero, si usted vino en busca de acción y no para comer dulces, el mejor lugar para encontrarla es aquí mismo.

Roscio estaba certísimo, como yo lo comprobaría rápidamente.

Desembarcar en el puerto de La Guaira — si aquella raya castigada por olas que se rompen en el muelle con una violencia y una impetuosidad tremendas merece ser llamada "puerto" — ya fuera una aventura. El bote que nos ha traído de la nave estuvo varias veces a punto de hundirse, y consta que hay muchos tiburones hambrientos en aquellas aguas.

En él instalados con nuestro poco equipaje, había que esperar el momento exacto de dar salida, entre y una y otra secuencia de formidables oleadas. Y cuánta emoción al intentar huir de ellas, impulsados por el vigor de los tripulantes negros, doblados y tiesos como arcos sobre sus remos... Pero, era inútil. Las olas siempre nos alcanzaban, nos elevaban a gran altura, nos sacudían frenéticamente, nos dejaban caer y seguían rugiendo hasta explotar a continuación, en una catarata de espuma.

Al acercarse a tierra, las cosas me parecieron aún peores. Me di cuenta, enseguida, que los rompeolas allí erguidos no servían para nada. Las oleadas corrían hacia dónde y con la fuerza que querían, y yo me puse a entregar mi alma a Dios cuando adentramos el espacio comprendido entre el embarcadero y las murallas de piedra: si una de esas hubiera explotado sobre nuestras cabezas, yo no le contaría esa historia hoy.

Y ese fue un día de mar relativamente tranquilo en La Guaira, como supo más tarde. Había otros, muy frecuentes, mucho más turbulentos.

Como los que yo enfrentaría, en los doce años siguientes.

En octubre de 1817, yo y Luis, uno de mis tres hermanos menores, huimos de la prisión en la ciudad del Salvador, embarcamos clandestinamente, y en febrero de 1818 arribamos en los Estados Unidos

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En octubre de 1817, yo y Luis, uno de mis tres hermanos menores, huimos de la prisión en la ciudad del Salvador, embarcamos clandestinamente, y en febrero de 1818 arribamos en los Estados Unidos. Algunos meses después ya cruzábamos el Caribe de vuelta, al lado de Roscio, navegando en una goleta viejita, pero bastante marinera. Tenía el casco muy bajo y cortaba las aguas verdes como una flecha rasante. 

Los tripulantes eran todos mulatos o negros, sus cuerpos casi despidos hacían un hermoso juego de sombras contra las velas blancas que se flameaban al viento, y a veces nos sentíamos auténticos corsarios de las Antillas. 

Hemos hecho una escala en Santo Tomás, en el archipiélago de las Islas Vírgenes, y luego en Puerto Rico, donde Luís — flaquito, que nunca gozó buena salud — resolvió quedarse, pues había conseguido trabajo en el comercio. Yo, que era soldado y un tipo muy duro, seguí adelante, buscando empleo para mi espada. Y en noviembre, finalmente, después de enfrentar adversa fortuna y grandes contrariedades en tan largo trayecto, encontré mi destino.

En este episodio de mi vida comienza esta narración, hecha sólo debido a sus instancias, mi querido bachiller Teodoro Machado Freyre.

Usted, amigo, a quien debo el rescate de mis condecoraciones robadas, entre otras amabilidades, suele reclamar que estoy en el panteón de los héroes de varias naciones y ningún brasileño puede enorgullecerse de eso, además de mí, pero permanezco un casi desconocido en mi propio país. Y cuando hablan mi nombre es tratando de despreciar, como en El quijotismo del general de las masas, aquella triste comedia escenificada en Río de Janeiro.

Al que siempre le respondo: aquí, estuve sólo con los perdedores, y como la historia es escrita por el otro lado, el resultado es ese.

Entonces, viene usted y me recrimina. Dice que parte de la culpa es mía, pues jamás he divulgado mis logros, y tal vez tenga razón. Por eso, después de mucho juzgar, decidí, finalmente, lanzar esta narrativa en el papel.

Asunto no faltará. Son infinitas las peripecias en las cuales me vi metido a lo largo de la vida – y me veo hasta hoy, con tardíos setenta y cuatro años y en ese altercado con la Iglesia. 

Crucé la Amazonia de canoa, atravesé tremendos pantanos en tiempos de lluvia, escalé los Andes en pleno invierno, participé de decenas de batallas y fui arrojado en prisión tres veces; pero también frecuenté salones donde pocos ponen los pies, desfruté de la amistad de grandes generales y de presidentes, estuve tête-a-tête con un rey y dos emperadores.

De amores — pues no hay como hablar de la vida y huir de ese objeto — mi historia es igualmente abundante, siendo el mayor de todos ellos oculto y prohibido. Y si todo esto todavía fuera poco, por doce años marché al lado de un hombre valeroso, de quien me enorgullezco de haber sido amigo y pilar, tanto en la gloria y el bienestar como en la enfermedad y en el destierro.

Al lado de él peleé — y vencemos — la guerra de libertación de la mitad de América del Sur, así como trabamos otra lucha, aún mayor, que perdemos. No logramos, como era nuestro propósito, que se declarara la igualdad natural entre sus pueblos, y los blancos, negros, pardos y indios pasasen a vivir en armonía, viéndose unos a otros como hermanos.

Haré estas anotaciones libremente. Lanzaré en el papel lo que la memoria me dictar, sin restricciones a la pluma. Además de narrar eventos, quiero hablar de aquellos que los vivieron y de las pasiones que los movían, y para hacer eso comme il faut no asumiré, de esta vez, el papel del historiador riguroso, que sacrifica a sus personajes para luego descuartizar una carne donde no corre más la sangre.

Pero seré tan directo como siempre fui. Me eduqué leyendo los autores del tiempo de las luces, que escribían para cambiar el mundo, no para ser admirados por sus florituras, como los de hoy en día, y estoy demasiado viejo para cambiar de usanza.

Por fin, quiero dejar claro que no me mueve la tonta vanidad, la ineptissima vanitas. Para no haber dudas de que busco nada más que justicia, estas páginas sólo llegarán a sus manos después que a mí me cubran a los ojos de tierra. Dale el destino que quieras. Dedicadas a usted, muy digno comisario de esta parroquia de Boa Vista, ellas son dirigidas a los que vendrán después de mí, tal vez más capaces de comprenderme.

Brasil es una prostituta que me ha engañado muchas veces, pero eso no importa. Los ideales nacen, mueren y son enterrados como las gentes, para adelante renacer, y los míos tal vez despierten otra vez, cuando despertar al pueblo.

El general de las masasWhere stories live. Discover now