II, La Primera República

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Nuestro destino era la ciudad en la que el Libertador había instalado su cuartel general y donde había convocado una asamblea que debía comenzar sus trabajos dentro de un mes. Angostura se erguía en medio de la selva amazónica, a orillas del Orinoco, uno de los mayores ríos del mundo, que alcanza hasta cuatro leguas de ancho en el tiempo de las lluvias y cruza casi toda Venezuela en dirección noreste, hasta derramarse en el Atlántico.

Para llegar allí, reembarcamos en una pequeña sumaca de dos mástiles y costeamos el litoral hasta un pueblo asentado a las orillas de uno de los muchos caños, o brazos, del estuario del gran río. Desde él, navegaríamos en canoa hacia el sur, a contracorriente, en un trayecto de varias semanas.

Haría algunas viajes parecidas y otras mucho peores en los años siguientes, pero la primera de ellas sería inolvidable.

— Llevaremos bastante vino y ron, pues no podremos beber agua pura en ningún momento, así como carne salada, plátanos, arroz, chocolate y todo lo que esté a la venta por aquí, pues no encontraremos nada para comer por largos trechos — alertó-me Roscio. — Mucha atención, también, con los rifles de caza, con las hamacas para dormir y con lo más importante de todo: la protección contra los zancudos y los jejenes.

¿La protección contra quién...?

— Pronto lo sabrás... — El dio una sonrisita con la esquina de la boca, lo máximo que se permitía, pero rápidamente lo cerró. Y habiendo recompuesto ese aire solemne de mula recién cepillada, añadió: — ¡Pero el enemigo más peligroso que vamos a enfrentar es el paludismo! ¡Los bosques que atravesaremos poseen una riqueza vegetal infinita, con el suelo cubierto por una espesa capa de hojas y otros restos donde, regados por la abundancia de agua y bajo un sol de fuego, fermentan los miasmas de la fiebre! Y para evitarlos, no podremos consumir casi ninguna fruta, ni zumos, ni bebidas frías. O sea, cualquier cosa refrescante, en tal atmósfera...

Hoy, reconozco que toda esa conversación me dejó con mucho miedo (en aquella época, no admitiría tal cosa ni para escapar de ser tostado en la parrilla, por el Santo Oficio). La suerte, sin embargo, estaba echada. No había cómo ni por qué retroceder de allí, y yo, un auténtico macho pernambucano, podía asustarme, pero era incapaz de desfallecer.

Al menos la fiebre no me afectaría, esta vez.

La primera providencia tomada por Roscio fue contratar una canoa y una tripulación de bogas, como allí se llaman los bateadores que las reman y pilotan. Eran casi todos negros, aunque aquí y allá se veían unos catires — blancos o mulatos —, pero esos también tenían la piel ennegrecida, además de arrugada y curtida por el sol.

La capacidad de aquellos hombres para realizar trabajos extenuantes; su increíble frugalidad; la manera en que dormían desnudos, estirados sobre la arena o en el fondo de las embarcaciones, insensibles a las nubes de mosquitos; su espontaneidad y alegría permanentes; en todo y por todo me han recordado a la gente pobre de nuestra tierra.

La astucia y la desfachatez también eran las mismas.

La astucia y la desfachatez también eran las mismas

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El general de las masasWhere stories live. Discover now