I, Filadelfia

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El ilustre jurista y famoso escritor Juan Germán Roscio era también masón, como ya fui y usted todavía es, y prácticamente me adoptó, pues yo tenía 23 años y él 45, bastante edad para ser mi padre. Desde el principio, se estableció entre nosotros una agradable intimidad — melancólica, debido a la austeridad de él, pero reconfortante. Veníamos de pasar por grandes desgracias y el dolor se compadece del dolor.

Roscio también estuvo preso. En el caso de él, por dos años, en Ceuta, en el norte de África, hasta conseguir escapar con otros siete republicanos que los españoles clasificaban de "monstruosos". Pero, ¿no es lo mejor de los hombres, preguntaba Sócrates, aquel que despierta para la realidad lo que pertenece al dominio de los sueños? 

Si la respuesta es sí, ellos estaban entre los mejores.

La nuestra mayor diferencia era la religiosidad de él y su costumbre de citar la Biblia. De mi parte, siempre fui católico y respetuoso de la Iglesia, y así permanezco hasta hoy. Sin embargo, por influencia de mi padre y de la Orden, también me convertí en un librepensador. Mi actual pelea con el monseñor Pinto es una consecuencia de ello.

Otra distinción entre nosotros era que muy temprano, casi niño, jugando con las negritas por los matorrales y barrancas del Ingenio Casa Fuerte, yo había adquirido un gusto acentuado por los meneos, por los olores y por las carnes femeninas, que el tímido letrado no dividía conmigo. Por lo menos, no con tanto entusiasmo. Y mira que las venezolanas nada deben a las pernambucanas, son hasta más osadas, insinuantes, sensuales...

La formalidad, los gestos lentos y las palabras muy reflejadas de Roscio, sin embargo, eran el manto que encubría una naturaleza inquieta. El Abad Serra, astuto comisionado portugués en Washington, ya lo había clasificado como "el más famoso agitador entre los rebeldes venezolanos".

En Filadelfia, un nido de luchadores por la libertación de las Américas Española y Portuguesa, también encontramos varios exilados de nuestra república pernambucana de 1817, y la ayuda de eses compañeros de infortunio fue nuestra salvación, porque los cien pesos en efectivo entregados a mí y Luís por los hermanos albañiles libres, cuando huimos de Bahía, habían sido gastados en la viaje.

Más adelante llegaría la vez de yo mismo amparar a otros exilados, en la medida de mis parcas condiciones.

Más adelante llegaría la vez de yo mismo amparar a otros exilados, en la medida de mis parcas condiciones

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Símbolo de la logia masónica Siguiendo la Razón, de Boston

Luis y yo tuvimos largas conversaciones con nuestro mentor durante el viaje, los tres inclinados sobre la amurada del barco, apreciando la belleza de las aguas del Caribe. Increíblemente claras y transparentes, reflejaban el cielo azul de tal manera que, a veces, cuando la popa bajaba y la proa se erguía mucho, en la cabalgata sobre las olas, las vistas se confundían y no conseguíamos distinguir los dos elementos. Parecía que estábamos volando.

Me recuerdo de él, por ejemplo, instruyendo nosotros sobre Venezuela, diciendo que antes de Napoleón invadir la Península Ibérica, en 1807, y, consecuentemente, causar un tremendo alboroto en la historia americana, por allí ya había ocurrido diversos levantes patrióticos, como el de 1730, liderado por Andrés López, el Andrezote, en las montañas y en el litoral, y el de Manuel de España y José Gual, en Caracas, en el fin de ese siglo, ambos despilfarrados por los españoles.

Y yo – presuntuoso como todos los pernambucanos — me recuerdo de responder que en mi país la lucha comenzó aún antes, en 1710, en la villa de Olinda, capital de Pernambuco.

Recuerdo, además, de nuestro anfitrión a boquear sobre la expedición de Francisco de Miranda, un venezolano ilustre que desembarcó con trescientos hombres en las playas de Coro, en 1806, dispuesto a correr con los españoles de su país. Pero ese caballero había vivido mucho tiempo en el exterior, se había vuelto un extraño en el nido de las aves parroquianas, no había obtenido apoyo de sus compatriotas y se vio obligado a retirarse (lo comprendo muy bien, pues vivi el mismo que él).

El Precursor, como lo apodaron, también era hermoso y tenía fama de mujeriego, como yo. O más que yo, vamos allá, en los dos quesitos, por lo que me contaron — ¡llegó a ser amante de la emperatriz Catalina de Rusia! — y por el retrato que vi de él. En otros campos de batalla, que no los de las lechos, aún peleó por los Estados Unidos, en la Guerra de la Independencia, y por Francia, durante la Gran Revolución, las dos veces en el puesto de general.

En el transcurso del régimen del Terror, acusado de traición, logró escapar de la guillotina, siendo absuelto de las acusaciones y aplaudido por los parisinos a la salida del tribunal. "Es un Quijote, con la diferencia que no está loco", de él dice Napoleón, y fue el único americano a tener su nombre inscrito en el Arco del Triunfo, en París.

Este héroe volvería a Venezuela y llegaría a liderar la Primera República, pero caería en manos de los españoles, en 1812. Sería entonces enviado a Cádiz, junto a Roscio y otros patriotas, y moriría en la cárcel, en 1816. 

Dos años después, yo también ponía los pies en las arenas blancas de una playa del Caribe, dispuesto a ayudar Simón Bolívar en el remate del servicio antes de él comenzado por Miranda, por España y Gual, y por el valiente Andrezote.

Dos años después, yo también ponía los pies en las arenas blancas de una playa del Caribe, dispuesto a ayudar Simón Bolívar en el remate del servicio antes de él comenzado por Miranda, por España y Gual, y por el valiente Andrezote

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Francisco de Miranda

En cuanto desembarcamos, fuimos escoltados por unos quantos soldados bien armados hasta el predio de la Aduana, uno de los pocos en buen estado en la villa de La Guaira, donde un funcionario sudoroso se puso a examinar los papeles falsos que le presentamos, forjados en los Estados Unidos. Muy miope, él los acercaba tanto a la nariz, para leerlos, que parecía olerlos.

Contra mí, los godos, o pendejos (así los españoles eran apodados, con el sentido de estúpidos, como nosotros en Brasil apodábamos los portugueses de gallegos, marineros y pies de plomo), no tenían nada. Pero como no había recuerdo del paso de ningún brasileño o portugués por allí, en ningún tiempo, según fui alertado por los hermanos venezolanos en Filadelfia, yo, para no despertar curiosidad ni sospechas, y aprovechando el hecho de ser rubio de los ojos azules, me presenté como norteamericano: Joseph Smith, comerciante de tabaco.

Ya mi compañero de viaje, fácilmente reconocible como nativo por el habla y la cara — él era mestizo de indio —, no podía hacer lo mismo y corría un gran riesgo.

Roscio fue uno de los padres de la Primera República, nacida en 1810. Napoleón, que había invadido España en 1807, decidió entonces quitar la corona de la cabeza del rey Fernando para colocarla en la de su hermano José; y los llamados criollos, la élite venezolana, declararon independencia, con el pretexto de que no obedecerían órdenes de un francés. La constitución del nuevo país salió prácticamente da pluma de él. Los godos tenían sus razones para considerarlo "un monstruo". Pero contábamos con la suerte y con el hecho de que él había pasado los últimos siete años en el exterior — además de la voluntad de Dios — para engañarlos. Y, gracias a Él, no tuvimos problemas.

Nos hospedamos en el Hotel Neptuno y allí pasé mi primera noche en Venezuela, impedido de descansar por el calor y por los mosquitos, tan hambrientos de sangre que mordían y predicaban em la piel hasta ser aplastados.

Ya Roscio fue a reunirse con algunos patriotas — congreso al cual no fui invitado, en beneficio de mi propia seguridad, según él — y sólo volvió cuando el sol salía. 

Poco después de llegar, empezamos los preparativos para la siguiente etapa del viaje. Ese mismo día partiríamos hacia el Orinoco, y "quien va al Orinoco, si no muere, vuelve loco".

El general de las masasWhere stories live. Discover now