Beth

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Los ligeros trazos sobre el papel rugoso despertaban en ella una calma desconocida. Jamás había observado a nadie dibujar y la destreza de Alaya la dejaba absorta durante el tiempo que duraba la acción. Ambas se trasportaban a otro lugar, alejado del choque de las armas y del agrio sudor. Junto al prototipo de su exoesqueleto, la arcana esbozaba un nuevo retrato cuyas líneas dejaban entrever una escena de acción. Pese a llevar tan solo unos trazos, lo reconoció al instante. Era a Roxynita a quien dibujaba. Su precisión aumentaba siempre con él, se esforzaba por plasmarlo con realismo, dotar a la figura del temple y la seguridad que trasmitía el joven en batalla. Beth comprendió por qué lo ascendieron con tan solo diecisiete años la primera vez que lo vio entrenar. También, supo que Alaya aguardaba sentimientos más profundos hacia su compañero, por la manera en que lo dibujaba.

Había algo tierno e inocente, nuevo para quienes no poseen la experiencia de la vida. Y Beth se hubiera enternecido en el pasado, pero en el presente le traía el sabor amargo de la pérdida. Alaya había sido amable con ella, la había cuidado, tal y como había prometido. La alimentaba, la bañaba, la llevaba a todas partes. Incluso, dedicaba muchas horas en el laboratorio tratando de ofrecerle un cuerpo que le dotara de independencia. Allí había conocido a Ettané, una especie de doctor que siempre la trataba con mucha cordialidad y se mostraba comprensivo con la situación. Junto a Alfred formaban un curioso trío, siendo los únicos que habían recibido a Beth con los brazos abiertos.

Una extraña trinidad de la salvación.

Y se arriesgaban, Beth lo sabía. Veía las miradas recelosas allá por donde fueran, los cuchicheos incesantes. También Roxynita experimentaba la nueva marginalidad, lo advertía en el trato rudo y distante de los entrenamientos. Los ojos se desviaron hacia la marca azul que rodeaba la muñeca del chico. Si él moría, ella también.

En el pasado, le habían educado en el agradecimiento. Una cualidad que todo hijo de Dios debía acatar. Pero, el pasado no había sido real y Beth no sabía que normas morales debía mantener y cuales desechar. El mundo que conocía se había desvanecido, y con él, todo lo que la convertía en Beth. En las últimas semanas, Alaya le había impartido clases sobre el nuevo mundo, sobrecargándola de conocimientos a una velocidad que le parecía frenética. Cada dato la saturaba, provocaba el cuestionamiento sobre su propia existencia. La chica lo percibía, cambiaba de ritmo, mitigaba su entusiasmo, utilizaba términos y palabras más comprensibles para su oído. Era considerada y perceptiva para su edad. Se notaba que había sido un miembro pasivo durante toda su vida, que contemplaba el entorno con suma

curiosidad. Poseía muchas cualidades para hacerse querer, pero Beth estaba vaciándose por dentro y era incapaz...

No llevaba la cuenta del tiempo, a veces, le preguntaba cuántos días habían pasado, más por situarse que por pura necesidad. En el transcurso de las semanas había experimentado un proceso mucho más doloroso que hallarse en un lugar inhóspito sin valerse por si misma. Estaba olvidando, y con ello, había descubierto una verdad indiscutible: el olvido pesaba más que los recuerdos.

Pangea: DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora